Harakiri (1962) de Masaki Kobayashi: la muerte del samurái

 

El magistral duelo de Harakiri.

Cada cierto tiempo, en Internet, aparece algún gurú hablando del estoicismo, vendiéndolo como una ideología de criptobro barata. Lo mismo ocurre con el bushidō, el honorable camino del samurái que cualquiera tendría que seguir (se ve que los samuráis tuvieron un buen final). Me temo que es debido a una extraña mitificación de la filosofía más clásica en el caso del estoicismo y de cualquier tema que tenga que ver con Japón en cuanto al bushidō. Es una simplificación basta, que no vasta, de dos épocas. En el caso del bushidō, sería como si ahora decidiéramos hacernos todos caballeros medievales en pos del amor cortés y el deudalismo... pero vaya, ahí están todos esos memes sobre irse a Jerusalén a hacer una cruzada... En fin, cada vez que alguien te diga que la Historia no es importante, tírale esto a la cabeza. Por suerte, cabe siempre pensar en obras que van contra la mitificación y se centran en criticar la rigidez de filosofías y códigos como el bushidō. Es el caso de la siguiente película, una de mis eternas pendientes: Harakiri (Seppuku) de Masaki Kobayashi es considerada una de las grandes obras del cine japonés por su poderosa denuncia de la hipocresía del código de honor samurái y la crueldad del poder feudal. 

Ambientada en el Japón feudal de 1630, Harakiri sigue la historia del rōnin Hanshirō Tsugumo, quien pide permiso a un clan para cometer suicidio ritual en su recinto, mientras revela lentamente las trágicas circunstancias que lo llevaron a esa decisión. A través de un estilo visual solemne, Kobayashi cuestiona el bushidō mostrando cómo sus supuestas virtudes pueden convertirse en fachada vacía para encubrir injusticias. Y es que, al igual que en la literatura española, el honor es fundamental para la cultura japonesa... hasta las últimas consecuencias.

La sangre de la paz

La historia de Harakiri transcurre en el período Edo (1603–1868), una era de paz impuesta por el shogunato Tokugawa tras siglos de guerras civiles. Los samuráis, antaño guerreros, se encontraron entonces viviendo en una sociedad sin grandes conflictos bélicos, convertidos muchos en burócratas al servicio de señores locales (daimyō) que cada vez se entregaban más al hedonismo y los excesos. En este contexto, el código de honor bushidō se exaltaba como ideal, pero su significado se transformó bajo el gobierno autoritario del shogunato. A su vez, la lealtad absoluta al clan y a los superiores se imponía incluso por encima de la propia vida. De hecho, tras las unificaciones y la paz Tokugawa, miles de samuráis se vieron abocados al suicidio ritual o a vagar como rōnin despreciados. En Harakiri, Hanshirō Tsugumo es justamente uno de esos veteranos de guerra olvidados: un antiguo samurái cuyo clan colapsó y que, al quedar desempleado, enfrenta la miseria y la pérdida del sentido de propósito.

Kobayashi presenta la era feudal con un ojo crítico que invita a la comparación con los autoritarismos modernos. Bajo el shogunato, la rigidez jerárquica y el énfasis en la obediencia recuerdan a la dinámica de las dictaduras contemporáneas, en las que la ideología oficial se antepone a la justicia individual No es casual que la película fuese realizada en 1962, durante el Japón de posguerra: una época en que el país reflexionaba sobre las causas que lo llevaron a la militarización extrema y a la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. Muchos intelectuales japoneses, Kobayashi entre ellos, vieron en el pasado feudal las semillas de los horrores del siglo XX. El férreo código samurái y la lealtad ciega al señor feudal tenían su eco en el fanatismo ideológico del gobierno militar japonés de los años 30 y 40. En ambos casos, se exaltó un honor colectivo que exigía sacrificios individuales absolutos. En la película, el clan Iyi, donde Hanshirō acude a pedir realizar el seppuku, defiende con fanatismo las apariencias de rectitud samurái. Pero a medida que avanza la historia, vemos que ese honor no es más que “una fachada, una pantomima” –en palabras del propio Hanshirō– que oculta la podredumbre moral de los dirigentes. En la realidad, de este clan descendía Ii Naosuke, quien firmó el Tratado Harris con el que Estados Unidos obligaba a Japón a abrirse al resto del mundo.

Kobayashi, declarado pacifista que sirvió como soldado raso en Manchuria durante la guerra (se negó por principios a ascender de rango en el Ejército Imperial), comprendía de primera mano los peligros de esa obediencia incuestionable. Ya lo dejó claro en grandes obras como La condición humana. Para él, el pasado japonés no era motivo de orgullo épico, sino algo que debía analizarse y deconstruirse para entender cómo la nación engendró la violencia autoritaria del siglo XX.

Hacia el desenlace de Harakiri, el protagonista desmantela literalmente el símbolo del honor del clan (una armadura ancestral expuesta en el salón), arrojándolo por el suelo durante su combate final. La posterior reacción de los oficiales del clan es encubrir lo ocurrido (volver a colocar la armadura como si nada, y mentir diciendo que las muertes de sus samuráis se debieron a una enfermedad) para salvar las apariencias. Lo que en otro tiempo habría sido motivo de suicidio masivo por deshonra, ahora no tiene consecuencias: los líderes del clan prefieren traicionar incluso su propio código con tal de conservar la imagen pública.

El harakiri es el término despectivo para seppuku.

El honor del auténtico guerrero

La cultura japonesa ha representado al rōnin tanto como héroe como paria. Un ejemplo emblemático es el célebre relato de los 47 rōnin, basado en hechos reales de 1702: un grupo de samuráis que vengó la injusticia cometida contra su maestro y luego aceptó suicidarse colectivamente para honrar la ley. Sin embargo, Harakiri ofrece una perspectiva distinta y subversiva de lo que puede representar un rōnin. Hanshirō Tsugumo no busca vindicar a un señor, sino desenmascarar la crueldad de unos superiores indignos.

Hanshirō Tsugumo encarna así la dignidad del marginado. Su apego a un código ético personal (un honor auténtico, basado en el amor y la decencia humana -por ejemplo, cuando evita vender a su hija-) contrasta con el honor impostado de los samuráis oficiales. Irónicamente, es el rōnin marginado se erige como el verdadero samurái en espíritu, al mantener la compasión y la justicia donde los demás solo fingen tenerlas.

Kobayashi utiliza a Hanshirō Tsugumo para dar voz a los oprimidos de cualquier época. El rōnin anciano representa a todos aquellos individuos relegados por un sistema inflexible, que sin embargo conservan su humanidad frente a la adversidad. Hanshirō, con su acto suicida de insurrección, reivindica la honra de los marginados y deja en evidencia la bajeza de sus supuestos superiores. En último término, la película sugiere que el verdadero honor no proviene de títulos ni rangos, sino de la fidelidad a la propia conciencia y a la empatía humana.

El honor toma varios significados en la película. Esta el honor vacío de los poderosos y el honor real de un abuelo.

Cómo contar una tragedia

El estilo del director está presente en todo momento. Prefiere composiciones cuidadas, a veces geométricas, que resaltan la opresión del entorno sobre el individuo. Sus planos largos y secuencias pausadas invitan al espectador a contemplar la gravedad de cada situación, aumentando el peso de los dilemas morales. 

En Harakiri, por ejemplo, la cámara recorre con lentitud los austeros salones de la casa samurái, enfatizando la atmósfera asfixiante de ritual y control. Las escenas de diálogo –casi interrogatorios entre Hanshirō y los oficiales del clan– están cargadas de silencios tensos y miradas significativas. Cuando la violencia irrumpe, lo hace de forma impactante: la célebre secuencia del joven Motome obligado al seppuku con la hoja de bambú es filmada con un realismo implacable, obligando al público a enfrentar la crueldad del código sin romanticismos.

Kobayashi también utiliza con maestría la estructura narrativa para reforzar la crítica. Lo que empieza como un aparente drama de honor (un rōnin dispuesto a morir por el código) se transforma en un juicio moral demoledor contra los guardianes de ese código. Esta habilidad para cambiar el tono sin perder cohesión es parte de la eficacia del cine de Kobayashi como herramienta de denuncia: mantiene al público emocionalmente involucrado mientras expone ideas profundas sobre la autoridad y la resistencia.

La composición de toda la película es magistral, realizando metáforas visuales sobre el destino de los personajes.

El fin de una era

Como todas las grandes películas, Harakiri también hace que el espectador se cuestione qué haría. Al comienzo, muchos sentiríamos simpatía por el clan y su decisión de acabar con un joven que, aparentemente, parece un cobarde y un trepa. Solo es cuando llega el protagonista y empieza a revelarnos la verdad cuando nos damos cuenta de cómo deshumanizamos a los demás y olvidamos algo primordial como la empatía.

Con un tono sobrio y desmitificador, Harakiri nos recuerda que la auténtica honra reside en la humanidad que mostramos, especialmente hacia los más vulnerables, y que ningún código ni tradición debe estar por encima de la conciencia moral. Kobayashi, a través de la poesía visual y la denuncia directa, logró convertir el cine en un espejo crítico de la cultura y, a su vez, convirtió Harakiri en una obra maestra.

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