Memorias de una geisha: veinte años de la geisha experience de Hollywood


Memorias de una geisha cumple veinte años este 2025 y es hora de recordar la labor de esta adaptación a la hora de hacer más conocida la figura de este elemento cultural japonés.

Para retratar mis pensamientos sobre Memorias de una geisha usaré una metáfora. El verano pasado fui a Japón y participé en una «Samurai experience» (básicamente te ataviaban de aquella manera, te daban una katana y una estrella ninja... y a flipar). Le pasé una foto a mi hermana y ella se la enseñó a una compañera de trabajo japonesa. De forma muy educada y cordial, susurró como respuesta: «turistas…». Alguien que haya leído sobre Japón siente que eso es lo que es la novela y también la película Memorias de una geisha.

Japón según Hollywood

Memorias de una geisha se promocionó en 2005 con un cartel icónico centrado en el rostro pálido y los ojos azul grisáceo de su protagonista, resaltando el exotismo que la película intentaba vender al público, esa exotización hollywoodense que se refleja en cada aspecto del filme: desde la dirección y el casting hasta la ambientación lingüística y la fidelidad (o falta de ella) a la novela original.

Rob Marshall, conocido por el soporífero y sobrevalorado musical Chicago, tomó las riendas de Memorias de una geisha después de que Steven Spielberg abandonara la dirección del proyecto. ¿Spielberg? Sí, el rey Midas de Hollywood estuvo involucrado tempranamente: en 1998 planeaba dirigirla justo después de Salvar al soldado Ryan, e incluso su compañía DreamWorks compró los derechos. Spielberg imaginaba inicialmente rodarla en Japón y en japonés, pero el productor David Geffen le dijo que el proyecto «no era lo suficientemente bueno para él». Resultado: Spielberg pasó a producir y dejó el marrón a Rob Marshall, y él completó Inteligencia Artificial, proyecto de su amado Stanley Kubrick.

Marshall, agradecido, convirtió la novela en un melodrama de lujo perfectamente digerible para el público occidental. En otras palabras, adiós sutilezas culturales. Marshall eliminó casi cualquier elemento cinematográfico propiamente japonés, empezando por el idioma. Donde Spielberg quizás hubiese buscado autenticidad y un tono más íntimo, Marshall opta por un enfoque de postal turística: cada plano milimétricamente compuesto, un desfile de kimonos y decorados fastuosos, pero con la profundidad cultural de un feng shui de revista. 

No sorprende que la antropóloga Liza Dalby, consultora en la producción (y famosa antropóloga que llegó a convertirse en geisha siendo occidental), calificara la película de “oportunidad desperdiciada” para mostrar con precisión la sociedad geishaMarshall estaba más interesado en que todo luciera brillante y bonito para ganar premios (lo logró técnicamente) que en ahondar en la realidad japonesa. Steven Spielberg quería una obra prestigiosa; Rob Marshall entregó un culebrón exótico con envoltorio de Oscar (pese a que la crítica, viendo Rotten Tomatoes, solo le dio un 32%).


«Pero si son todos iguales...»

Pasemos al casting. Nunca he soportado que la gente diga «todos los chinos son iguales» e incluyan además a coreanos, japoneses, tailandeses... Basta con estar un par de días en cualquiera de estos países y ver las diferentes razas para saber que esa frase, aparte de un cliché, es una racistada.

Tres actrices chinas y ninguna japonesa en los papeles principales de una historia eminentemente japonesa. Zhang Ziyi como Sayuri, Gong Li como Hatsumomo y Michelle Yeoh (malaya de origen chino) como Mameha forman el trío protagonista. La decisión hizo levantar las cejas en Asia: en China se consideró casi una afrenta nacional que actrices chinas interpretaran a japonesas dado el rencor histórico (ocupación, guerra y demás delicadezas). El gobierno chino directamente prohibió la película en cines, no fuera a ser que alguien pensara que fomentaba la simpatía hacia Japón. 

En Japón, a su vez, la recepción fue tibia: a algunos les molestó lo obvio (chinas haciendo de japonesas); a otros, la visión occidentalizada de las geishas que mostraba el filme. Al fin y al cabo, Memorias de una geisha fue concebida por y para Occidente, algo que cualquier entendido en cultura nipona notó con horror. Los productores se defendieron diciendo que querían “talento” por encima de la nacionalidad​ (porque claro, en Hollywood es impensable encontrar actrices japonesas talentosas, ¿verdad?).

Es cierto que Zhang Ziyi aportó su carisma y se esforzó enormemente (de hecho, fue nominada al Globo de Oro por este papel​). ¿Justifica eso su elección como Sayuri? En lo comercial quizás sí (su nombre vendía internacionalmente más que una actriz japonesa desconocida), pero en lo artístico la credibilidad sale afectada. Zhang actúa con convicción en las escenas dramáticas, pero no deja de ser un pez (koi) fuera del agua.

Lo más japonés de la película.

Esto no es Japón

Relacionado con lo anterior, hablemos del idioma. Memorias de una geisha está ambientada en Japón… pero todos hablan inglés. Un inglés curioso, además: gran parte del reparto tuvo que recitar sus diálogos de memoria fonética porque no dominaban el idioma. No me voy a poner pesado con esto, porque si así fuera, en Vikings los personajes no podrían hablar en inglés, pero sí que se percibe una torre de Babel delicadamente disfrazada: acentos chinos, japoneses y angloparlantes mezclados en un cocktail lingüístico que ni el mejor sake podría suavizar.

La decisión de rodar en inglés (tomada, cómo no, pensando en la taquilla internacional) sacrifica la autenticidad por la accesibilidad; es desastroso para la inmersión de cualquier espectador mínimamente familiarizado con Japón. Esto deriva en situaciones involuntariamente cómicas: las geishas, supuestas maestras del lenguaje sutil y poético, aquí sueltan sus líneas en un inglés rígido, privando al diálogo de matices culturales. 

En cuanto a la ambientación física, hay que añadir que gran parte del filme ni siquiera se rodó en Japón. Irónicamente, las colinas de California sustituyeron a Kioto en muchas escenas. Marshall decidió que el Japón actual se veía “demasiado moderno” para los años 30, así que construyó un enorme set en un rancho de Thousand Oaks, California. 

En resumen, Memorias de una geisha recrea un Japón de postal, un decorado bonito y cuidadosamente iluminado (eso sí, made in USA).

Japón según Hollywood.

Fidelidad a la novela de Arthur Golden

Los problemas provienen de raíz: el film se basa en la novela bestseller de Arthur Golden y en términos generales sigue la misma historia central: la transformación de la pequeña Chiyo en la famosa geisha Sayuri, sus desventuras con la rival Hatsumomo y el amor platónico hacia el presidente. 

Sin embargo, Hollywood no pudo resistir la tentación de “ajustar” algunos detalles (normalmente, para simplificar la trama o edulcorar el tono.Entre los cambios más notables está el final). La novela de Golden termina con Sayuri ya retirada en Nueva York, manteniendo una relación platónica con el Presidente hasta la muerte de él, con tintes agridulces y reflexiones sobre cómo nunca escapó del todo a ser “propiedad” de alguien. La película, en cambio, nos sirve un final feliz bastante más tópico: reencuentro emotivo en un estanque de jardín y beso bajo las cerezas en flor (metafórico, pero casi). Se omite por completo el epílogo en Nueva York – nada de Sayuri abriendo una casa del té en Manhattan ni de segundas reflexiones. Hollywood quería un cuento de hadas y Marshall se lo dio: la chica consigue al hombre de sus sueños y colorín colorado. Toda la complejidad emocional fraguada se destroza para acabar con un final feliz impuesto “a la fuerza”, reforzando la sensación de historia edulcorada.

También se nota la tijera en algunos personajes secundarios. Nobu, en la novela, tenía la cara severamente desfigurada y le faltaba un brazo (heridas de guerra); en la película, Nobu (Kōji Yakusho) conserva sus dos brazos y las cicatrices apenas quedan en su rostro. Supongo que decidieron que un pretendiente manco no sería romántico visualmente (ya la diferencia de edad... si eso). 

Calabaza y otros personajes también pierden matices o escenas, pero lo más importante es el tono: la cinta convierte un relato lleno de grises morales en un romance aspiracional bastante lineal. ¿Por qué importan estos cambios? Porque la novela original ofrecía una mirada más matizada (aunque no exenta de polémica) de la vida de una geisha, mientras que la película cae en simplificaciones.

En 2015 salió una nueva edición de la novela y vuelve a usar como portada el póster de la película, que cumplía diez años.

Los problemas de la novela

De hecho, el libro causó furor y probablemente hizo más por popularizar la palabra “geisha” en Occidente que ningún texto previo. Pero también distorsionó la percepción de la cultura japonesa: para muchos occidentales, Memorias de una geisha se volvió una referencia sobre “cómo era ser geisha”, sin saber cuánta ficción había. Y es que la novela mezcla realidad y fantasía de una forma muy seductora; Golden tomó inspiración de la vida real, pero dramatizó bastante, lo que nos lleva al escándalo de Mineko Iwasaki.

Mineko Iwasaki fue una geisha real de alto rango a la que Arthur Golden entrevistó durante su investigación. Ella accedió a contarle detalles íntimos bajo promesa de anonimato. ¿Adivinas qué pasó? Golden la mencionó con nombre y apellido en los agradecimientos de la novela. Iwasaki se vio expuesta y, peor aún, sentía que la novela tergiversaba la realidad de las geishas, haciéndolas pasar casi por prostitutas de lujo, algo que afecta al “honor” de la profesión. 

En 2001, Iwasaki demandó a Golden por incumplimiento de contrato y difamación. El asunto se arregló fuera de los tribunales con una suma confidencial en 2003, pero el daño ya estaba hecho. Iwasaki, indignada, terminó escribiendo Vida de una geisha para dar su propia versión y limpiar la imagen de las geishas

Este escándalo coloca bajo otra luz tanto el libro como la película: Golden, un hombre occidental, construyó una historia con retazos de verdad pero enfatizando el morbo (subastas de virginidad, celos encarnizados, etc.). La película heredó esa visión novelada y la potenció visualmente, sin cuestionarla. 

Para Occidente, Memorias de una geisha fue un cuento exótico y sensual; para una auténtica geisha japonesa como Iwasaki, era poco menos que una fantasía que sacrificaba la dignidad real de las geishas en pos del drama.

La mejor escena de la película.

Aspectos técnicos destacables

No todo es terrible. Memorias de una geisha es técnicamente buena. Puedes pausar casi cualquier escena y obtendrías una fotografía digna de cuadro. El director de fotografía Dion Beebe hizo un trabajo impresionante, recompensado con un Oscar a Mejor Fotografía. Hay planos memorables, como Chiyo corriendo entre los Arcos Torii de Fushimi Inari, que realmente capturan la imaginería de Japón de forma potente.

La banda sonora corre a cargo del maestro John Williams, quien se salió de su registro habitual de fanfarrias para componer algo más delicado y acorde con el entorno. Su partitura combina la orquesta occidental con instrumentos solistas como el cello de Yo-Yo Ma y el violín de Itzhak Perlman, logrando un tono melancólico y elegante. El tema principal evoca la nostalgia y la tristeza de Sayuri con una belleza innegable. Williams ganó el Globo de Oro por esta banda sonora​ y con razón: es probablemente lo más auténticamente emotivo de toda la película.

Otros aspectos técnicos también brillan: el diseño de producción y el vestuario ganaron Oscars merecidamente. Colleen Atwood (vestuario) recreó kimonos fastuosos que encandilaron a la Academia, aunque algún entendido señalara errores en cómo se llevan. Pero a ojos inexpertos, el vestuario y la ambientación son soberbios. 

La dirección artística reconstruyó un barrio de geishas con todo detalle, desde las casas de té hasta el sumo. Técnicamente no hay tacha: es un producto de altísima calidad visual y sonora, diseñado para el lucimiento. De hecho, es fácil dejarse deslumbrar por estos elementos y casi perdonar sus fallos… casi. 

Muchos críticos occidentales en su día destacaron justamente eso: “imágenes y música de belleza mayúscula” pero con alma de una telenovela que se sumó a películas como El último samurai y Lost in Translation a la hora de reflejar un Japón que no es Japón.

La fotografía sigue siendo el elemento más destacable junto a la banda sonora.

Conclusión

Han pasado dos décadas desde el estreno de Memorias de una geisha. ¿Ha envejecido bien? Visualmente, sí (sigue siendo tan hermosa a la vista como lo era en 2005 y es fácil dejarse seducir por sus imágenes y melodías), pero en términos de relevancia cultural y profundidad, el tiempo no ha sido tan amable. 

Hoy la película se ve como un ejemplo de libro de la tendencia hollywoodense de simplificar culturas ajenas: un bellísimo envoltorio para un contenido hueco. Si en su momento ya algunos la tildaron de “novela rosa con kimono”, actualmente esa impresión se acentúa. Y esa es quizá la mayor ironía: una película obsesionada con la perfección estética de las geishas terminó olvidando el alma que supuestamente hace a una geisha una “obra de arte en movimiento”. Aquí el arte se ve, pero no se siente del todo y eso, con sarcasmo o sin él, es el legado más mordaz que se puede señalar.

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