Sanjuro es una secuela atípica de la célebre Yojimbo (1961), y desde sus primeros minutos, deja claro su tono más ligero y desenfadado. La película arranca sin preámbulos: nueve jóvenes samuráis se reúnen para hablar de la corrupción en su clan, solo para ser interrumpidos por un ronin desaliñado que emerge de las sombras para burlarse de su ingenuidad. Este ronin es Sanjuro Tsubaki (Toshiro Mifune), un antihéroe astuto que decide ayudar a los inexpertos muchachos a rescatar a su líder, secuestrado por un lugarteniente corrupto.
Secuela inesperada
A diferencia de otros filmes de Akira Kurosawa, Sanjuro se presenta como una aventura de samuráis ágil, salpicada de humor y con un ritmo narrativo frenético. Kurosawa dirige con mano firme y ritmo esta aventura, otorgando a la cinta una energía constante desde el principio, pero sin renunciar a su estilo visual elegante donde ningún personaje queda fuera de encuadre. El resultado es una aventura impecable, ejemplar, en términos técnicos y narrativos.
Originalmente, Kurosawa no planeaba filmar una secuela de Yojimbo (la cual fusiló Sergio Leone en una de sus mejores cintas). Sanjuro surgió a partir de un guion basado en un cuento del escritor Shūgorō Yamamoto. Tras el enorme éxito de Yojimbo, la Toho le pidió a Kurosawa que considerara continuar la historia, así que el director tomó un guion descartado en base a aquel relato y lo reescribió junto a sus coguionistas para convertir al protagonista en el mismo antihéroe cínico de Yojimbo. Gracias a este ingenioso reciclaje, nació Sanjuro.
Aventura modélica
Es inevitable medir Sanjuro frente a otras películas emblemáticas de Kurosawa. Clásicos como Rashomon (1950), Los siete samuráis (1954), Trono de sangre (1957) o la propia Yojimbo (1961) suelen considerarse las cimas creativas del director japonés, mientras que Sanjuro a menudo se cataloga como una obra menor (similar a La fortaleza escondida, 1958). De hecho, muchos críticos y aficionados la ubican justo por debajo de sus obras maestras. ¿Significa esto que Sanjuro carece de mérito? En absoluto. Más bien, habla del altísimo nivel del cine de Kurosawa, pues una película concebida como entretenimiento modesto sobresale aún hoy frente a la mayoría de filmes de aventuras.
Aunque Sanjuro contiene las habituales escenas de acción con katanas, su tono es notablemente más luminoso y relajado que el de Yojimbo. Donde Yojimbo era oscura, irónica y violenta, Sanjuro opta por un enfoque más humorístico de sus intrigas, con abundantes momentos cómicos que humanizan la historia de unos personajes que, salvo Sanjuro, son todos bastante idiotas.
Por ejemplo, una de las escenas más recordados de la película muestra a los jóvenes samuráis celebrando torpemente una victoria saltando en silencio de alegría para no hacer ruido, mientras un soldado enemigo capturado (a quien la amable esposa del chambelán ha tratado tan bien que decide no huir) se une a la fiesta hasta que, avergonzado al ser descubierto, vuelve a esconderse en un armario. La ruptura de tono que hace, además, con la música, es digna de los '60. Estas pinceladas de humor conviven con lecciones morales discretas que Kurosawa inserta en la trama (“La mejor espada es la que permanece en la vaina”, aconseja el personaje de la anciana), dando al filme una cualidad de moraleja que recordamos en sus últimos compases.
Esto no significa que Sanjuro carezca de subtexto: Kurosawa aprovecha la historia para lanzar una sutil crítica a las rigideces del código samurái y a la corrupción del poder, pero lo hace sin pontificar, camuflado entre escenas de acción y humor.
Y llega la sangre
Buena parte del encanto de Sanjuro recae en la magistral interpretación de Toshiro Mifune. El carismático actor retoma aquí el personaje (sin nombre) que interpretó en Yojimbo, dotándolo de nuevos matices. Si en Yojimbo Mifune componía a un samurái cínico que jugaba con dos bandas de criminales para su propio beneficio, en Sanjuro lo vemos adoptar un papel más altruista (aunque gruñón): desde el inicio decide ayudar a los jóvenes idealistas, a pesar de que continuamente se burla de ellos. Su química con el elenco joven funciona a la perfección: Sanjuro se convierte en una suerte de mentor nada convencional, que enseña a golpes (a veces literalmente) lecciones de supervivencia a sus ingenuos compañeros.
Pero no nos mintamos: el personaje de Mifune sigue siendo un lobo solitario, pero en esta aventura muestra un lado más compasivo (por mucho que lo oculte tras gruñidos). Paradójicamente, respeta más a su enemigo Hanbei (interpretado con sobriedad por Tatsuya Nakadai) que a sus propios protegidos, porque Hanbei es un guerrero astuto que en el fondo era como él. Esta dualidad culmina en el célebre duelo final (que rompe de un solo corte el tono de todo el film), donde Mifune y Nakadai se enfrentan en un clímax tenso y silencioso. Un solo sablazo de Sanjuro provoca un géiser de sangre que empapa el cuadro de manera impactante. Este efecto, revolucionario para 1962, fue en realidad un golpe de suerte (o de mala suerte) técnico. Durante el rodaje, la bolsa de sangre falsa conectada al traje de Tatsuya Nakadai sufrió un fallo de presión y soltó de golpe toda la sangre con una fuerza desmesurada, mucho más de lo planeado. El chorro fue tan impresionante que dejó atónito al propio Nakadai, pero Kurosawa decidió mantener la toma buena en el montaje final. Así, un error se convirtió en icono: la imagen del samurái abatido con un surtidor carmesí inspiró a generaciones de cineastas y prácticamente inventó el trope visual de la “sangre a borbotones” en el cine de acción. Kurosawa, sin embargo, no glorificó esta violencia: la utilizó para subrayar el mensaje de la escena (la futilidad del duelo) y luego llegó a lamentar el sensacionalismo violento en el cine comercial moderno.
Sanjuro fue un éxito de crítica y público. Con el tiempo, ha mantenido su prestigio y suele mencionarse como una de las aventuras samurái más entretenidas jamás filmadas. Es un film que, en resume, demuestra que el legado de un genio como Kurosawa sigue tan vivo como siempre en cada fotograma de una de sus obras.