Con el paso de los años, para mí, el verano se ha convertido en una época más y más melancólica. Estos meses, más allá del calor insoportable, me hablan de posibilidad. Cuando somos críos, los veranos son eternos y todo es posible. Cuando crecemos, nos damos cuenta de que ese tiempo ha pasado. Y pienso que es por este motivo por el que relaciono el cine de Ghibli con el verano: a menudo, nos habla de la niñez, de la oportunidad, de la posibilidad de ser todo a través de pequeñas grandes historias.
Más allá de La sirenita
¿Qué pasaría si La sirenita de Hans Christian Andersen fuera reimaginada sin la crueldad hacia su protagonista? Ponyo en el acantilado es precisamente eso: la particular versión que Hayao Miyazaki ofrece de aquel clásico, añadiendo su sello inconfundible de ecología, fantasía y, sobre todo, humanidad.
La película nos narra la amistad entrañable entre Sosuke, un niño de cinco años, y Ponyo, un pececillo rojo con cara de niña al que rescata del océano. Al igual que la Ariel del cuento, Ponyo sueña con convertirse en humana para vivir junto a su nuevo amigo, pero, a diferencia del destino trágico de la sirenita original, aquí Miyazaki prefiere celebrar la inocencia infantil antes que castigarla. El resultado es una aventura ideal para el verano, luminosa y optimista, donde los más pequeños pueden aprender el valor de la amistad.
Como es habitual en Studio Ghibli, Ponyo en el acantilado combina una variedad de temas en su relato. Por un lado, es un cuento de fantasía marina que algunos han comparado con La sirenita; por otro, encierra un suave alegato medioambiental. Miyazaki introduce una preocupación ecologista sutil pero poderosa: se nos muestra la contaminación de los océanos por culpa de los humanos y cómo la naturaleza, encarnada en el propio mar, termina reclamando su lugar. Las escenas submarinas están llenas de vida (y también de desperdicios flotantes), y cuando un gigantesco tsunami mágico inunda la costa, queda claro que la naturaleza puede abrumar el mundo humano si se rompe el frágil equilibrio entre ambos.
Ecologismo, familia y mitología
A su vez, Fujimoto, el excéntrico padre de Ponyo, es presentado como un hechicero marino que se ve a sí mismo como guardián de los océanos y detesta la explotación y la contaminación que provoca la humanidad. Su apariencia y su rol evocan al Capitán Nemo de Julio Verne, un hombre empeñado en proteger el mundo submarino a toda costa. A través de él y de la imponente figura de Granmamare (la diosa del mar y madre de Ponyo), la película roza la mitología y la ciencia ficción, pero siempre se mantiene accesible para el público infantil. No es casual que el nombre de pila de Ponyo sea Brunilda, como la valquiria de la ópera de Wagner, e incluso la música inicial del film evoca pasajes de esta ópera (absolutamente maravillosa toda la banda sonora del film, por cierto).
Junto al mensaje ecológico, Ponyo también explora los lazos familiares y afectivos con la misma ternura. La relación de Sosuke con su madre Lisa es cálida y realista (pese a que no se llamen madre o hijo): Lisa es una madre trabajadora (cuida ancianos en una residencia) que demuestra fortaleza y compasión incluso en medio del caos, aportando una figura adulta positiva y amorosa. Por su parte, el “villano” Fujimoto no es un malvado convencional, sino un padre preocupado por su hija y por el equilibrio de la naturaleza; incluso él acaba siendo comprensible y entrañable en su rareza.
La humanidad de Ghibli
Más allá de su narrativa, Ponyo en el acantilado deslumbra por su aspecto visual y su animación artesanal. El resultado son imágenes de una belleza pictórica: olas gigantes convertidas en peces con ojos, criaturas prehistóricas de la era Devónica surgiendo entre las aguas, y una tormenta que es tanto amenaza como festín visual.
Recientemente se viralizó en redes un video donde el director declaraba que la animación generada con inteligencia artificial le parecía “un insulto a la vida misma”. Basta con ver Ponyo para entender a qué se refiere: cada expresión de Ponyo y Sosuke, cada movimiento del agua y cada pequeño gesto cotidiano (como la adorable secuencia de Ponyo descubriendo el sabor del jamón) están impregnados de una sensibilidad genuinamente humana.
Sin grandes villanos ni conflictos oscuros, Miyazaki construye un relato sencillo pero profundamente emotivo, recordándonos el poder de la inocencia, la amistad y la empatía. Es, ante todo, una película entrañable que habla de ser humanos en una época donde cada vez lo somos menos. Y no está de más recordarlo, sobre todo cuando nos damos cuenta de todo lo que podríamos perder.