Crítica de El viaje de Chihiro

 


Si pensamos que la vida es un camino, el tramo que se inicia con la adolescencia es uno de los más definitorios pese a las curvas, las rectas, los caminos sin salida… El viaje de Chihiro es la representación de esta idea a través de su protagonista, una niña de diez años que se muda de casa y, durante el viaje a su nuevo hogar, junto a sus padres, se pierde en unos baños abandonados que resultan estar habitados por dioses y espíritus gobernados por una malévola bruja. Por suerte, Chihiro contará con aliados como Haku, un joven que ha olvidado su auténtico nombre. Y es ahí donde Chihiro empezará su propio viaje: el viaje de la heroína.

La necesidad de crear cuentos

Cuentan que Hayao Miyazaki pasaba cada verano con su familia y la familia de sus amigos en una cabaña y decidió utilizar a una de las hijas como inspiración para Chihiro. Quería la historia de una joven que podría considerarse maleducada para los cánones japoneses (eso en comparación con occidente sería educadísima, véase España y su decadencia educativa) y su transformación en una heroína a través de una serie de pruebas donde descubriría su bondad, su generosidad y su propio valor (momentos como el terror que siente por primera vez en las escaleras y su contraste con el instante en el que después cruza una tubería suspensa en el aire para salvar a Haku nos hablan de su clara evolución).

El ser humano siempre ha sentido la necesidad de recurrir a historias, como cuentos, que tomen símbolos e ideas y consigan trasladarlos a la siguiente generación. Hayao Miyazaki hace esto en su película: concebir un cuento moderno para los más jóvenes (y no tan jóvenes).

Curiosamente, en el viaje del héroe de Joseph Campbell, popularizado por Star Wars y George Lucas, nuestro héroe debe enfrentarse a un enemigo, pero aquí ese enemigo viene de la profundidad del corazón de la propia Chihiro. Las dos brujas representan partes de sí misma. Es en ese aspecto donde el film se hermana con otros como Ponyo en el acantilado: no se necesitan grandes villanos para narrar un viaje. Es más, no hay una gran batalla con explosiones y muertes, sino una gran batalla interior. Esto me recuerda a cómo Ursula K. Le Guin consideraba un fracaso en la fantasía que siempre los problemas se tuvieran que arreglar a golpe de varita o espada, cuando la resolución podía ser muy distinta: recordemos el «enfrentamiento» de Ged Gavilán con su sombra en Terramar (lástima que la adaptación del hijo de Miyazaki de la obra de Le Guin no lograse cumbres tan encomiables).

Incluso una villana en apariencia como Yubaba es algo más que una simple hechicera a la que haya que vencer destruyéndola.

Magia y realidad

La animación de Ghibli, por supuesto, es como siempre encomiable, con un toque característico único que hace que El viaje de Chihiro sea considerada una de las películas más icónicas del estudio japonés. Los paisajes son magníficos, puramente japoneses, al igual que su visión de los espíritus. Eso hace que cuando visitamos Japón y alguno de sus templos, sintamos que podríamos encontrarnos a cualquiera de estas criaturas. Una vez más, recodamos que Miyazaki y su equipo forman parte de la historia viva del cine y del fantástico gracias a su capacidad para hacernos soñar a través de la animación.

Además, como siempre, Miyazaki nos habla del medioambiente (véase a ese pobre dios mugroso al que ayuda Chihiro), del egoísmo (con ese Sin Cara que se transforma en un monstruo -no lo es desde el principio- cuando se topa con la gente seducida por el oro o esos padres que se convierten en cerdos por culpa de la gula) y del reencuentro del Japón actual con el Japón tradicional y mágico de los cuentos. 

Y es que muchas veces se ha comparado a El viaje de Chihiro con Alicia en el País de las Maravillas y, más allá de que la obra esté dedicada a una niña, donde realmente encuentro similitudes es en lo enigmática que es. Pese a que en la obra de Carroll hallo un sentido del humor deudor de la época en la que se escribió, en El viaje de Chihiro se rebosa imaginación a través de la visión que Miyazaki da de los mitos y leyendas japonesas y que, para nosotros, occidentales, resulta de una fuerza fantástica única. No es baladí que aparezca el tren (que simboliza en Occidente el cambio) ni que ocurra el verano (esa época de sol y cambio para ambas culturas), ni que haya un túnel. 

Por supuesto, se nos escapan la mayoría de significados obvios (el bebé de Yubaba), pero es parte de su encanto: poder ver en los Sin Rostro una referencia espectral o encontrar en los seres como el hombre araña (Kamaji)- que alimenta la caldera de los baños- una referencia a Prometeo. Formamos partes de culturas muy distantes que, observadas a tal distancia, buscan sentido y, sin saberlo, crean otros nuevos.

Uno de los personajes más enigmáticos de la obra, el Sin Rostro. ¿Un villano o un espíritu al que nosotros convertimos en villanos porque nosotros lo somos?

El poder de las historias

Y fuerza también posee la maravillosa y muy reconocible partitura de Joe Hisaishi, que se ha convertido ya en parte de ese icono cultural que es Chihiro. A riesgo de ser «vandalizada» o «banalizada» en redes sociales como música con la que acompañar vídeos, la fuerza de la música de Hisaishi persiste dentro y fuera de la película como una de las bandas sonoras de nuestra vida.

Y es que El viaje de Chihiro, aunque estrenada hace más de veinte años, es una obra que sigue viva. Aparte de ser una de las más taquilleras de la Historia en Japón, fue reconocida con numerosos premios dentro y fuera del país, y se ha convertido en una de las grandes películas del fantástico y de la animación.

La séptima película dirigida por Hayao Miyazaki es, al fin y al cabo, la metáfora perfecta de ese viaje que todos emprendemos y de la búsqueda de recordar quiénes hemos sido (nuestro nombre original) para convertirnos en aquellos que estamos destinados a ser. Y este es un mensaje que jamás deberíamos ignorar.

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