Crítica de La tumba de las luciérnagas

 


«¿Por qué las luciérnagas mueren tan rápido?».


Vi por primera vez La tumba de las luciérnagas en el verano de 2007, cuando acababa de terminar la secundaria y estaba a punto de comenzar bachillerato, y la recuerdo como una de las películas más tristes que he visto en mi vida. No solo era una reivindicación de la animación como una forma de contar historias más que necesarias, sino que era una película extraordinaria y extrapolable a cualquier conflicto, desde la Segunda Guerra Mundial hasta la Guerra de Gaza. Ahora, casi veinte años después y tras visitar Japón el pasado verano (y habiendo estado en el Museo de Hiroshima sobre los estragos de la bomba atómica), he vuelto a ver La tumba de las luciérnagas y ha vuelto a ser un mazazo, solo que ahora comprendo todavía más el drama de los dos hermanos que protagonizan la cinta.

Alegato contra la guerra

La tercera película del Studio Ghibli estuvo dirigida por Isao Takahata, maestro de la animación que ya había despuntado en series muy conocidas en nuestro país como Marco o Heidi, y se basaba en la novela de Akiyuki Nosaka, que tomaba hechos que le habían ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial, siendo muy joven. 

El film nos traslada al 21 de septiembre de 1945, a pleno conflicto, en Kōbe, donde Seita debe cuidar de su hermana pequeña Setsuko tras la muerte de su madre. Para ello, Takahata relata con crudeza la infancia de ambos personajes y su trágico destino, a la vez que utiliza el lirismo para reflejar la dureza de la guerra y cómo esta saca lo peor de los seres humanos. Y es que La tumba de las luciérnagas es una película dura. Es difícil no verla sin soltar alguna lágrima. A menudo, hemos tendido a deshumanizarnos hasta el punto de que el número de víctimas de un conflicto se nos antoja solo como un número. Es gracias a reportajes, libros, cómics, películas... cuando podemos ser testigos del auténtico horror. Hay innumerables Seitas y Setsukos en cada conflicto de la Historia y, trágicamente, se repite una y otra vez.

Más allá de las lágrimas, hay pequeños momentos de esperanza y felicidad para los dos hermanos. Véase la maravillosa escena en la que los hermanos pasan su primera noche en el refugio... Pero los momentos terribles son únicos, como ese momento en que la pequeña Setsuko decide guardar caramelos en una lata que adquiere un doloroso significado. Del mismo modo, La tumba de las luciérnagas nos habla de cómo la guerra influye a la población civil. Vemos cómo la tía se corrompe, cómo el agricultor busca sacar todo beneficio posible o cómo Seita lucha por no llorar ante su hermana y está dispuesto a hacerlo todo por ella, desde contarle historias o no revelarle el destino de su madre, hasta robar lo que puede con tal de mantenerla. Y todo esto, desde la verdad.


Entre tinieblas

Obra maestra indiscutible, La tumba de las luciérnagas ha sido adaptada a live action en dos ocasiones, pero sigue siendo la versión de Ghibli la más conocida y la que forma parte de las listas de mejores películas antibelicistas de la Historia. Gracias todo ello a una magistral animación que se basa sobre todo en la búsqueda de la humanidad de sus dibujos. Podemos sentir el dolor de Setsuko y Seita en todo momento, y podemos soñar también con las luces de esas luciérnagas destinadas a morir demasiado pronto.

En el Museo de Hiroshima aparecía varias veces el mensaje «No más Hiroshimas», como referencia al deseo de acabar con la posibilidad de cualquier conflicto donde haya bombas atómicas. Más de setenta años después, muchos países parecen dispuestos a romper este lema y volver a usar armas atómicas o cualquier otro tipo de arma con tal de matar indiscriminadamente a civiles. No hemos aprendido nada del pasado y es fundamental que películas como La tumba de las luciérnagas sean vistas como un modo de poner cara al sufrimiento de tantísimas víctimas. Solo así, tal vez, recordemos lo que significa ser humanos si es que serlo no significa ser un monstruo.


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