Crítica de El cuento de la princesa Kaguya

Decía Basil Hall Chamberlain en su emblemático Cosas de Japón que los cuentos de hadas japoneses eran habituales, aunque en ellos raramente aparecieran “hadas” como tal. Puede parecer una paradoja, pero es una pista perfecta para entrar en el universo de El cuento de la princesa Kaguya, una de esas narraciones que no necesita hadas para maravillarnos, porque lo fantástico aquí brota de otra parte: de la extrañeza, del toque cultural que nos desconcierta, de la belleza que no necesita explicación.

El folklore nipón

Los cuentos siempre han sido (para quien se detiene a mirarlos con ojos atentos) mecanismos de extrañamiento. Lejos de lanzarnos advertencias con formas de moraleja, presentan hechos imposibles con la naturalidad de lo cotidiano y en el caso del folklore japonés, ese efecto se amplifica por la distancia cultural: basta un simple gesto, una palabra, una imagen, para transportarnos a un lugar donde todo tiene reglas diferentes. Que un cortador de bambú halle en el bosque a una diminuta princesa y que esta se convierta en una bebé, y que de su crianza florezcan lujos, sedas y mudanzas palaciegas, podría sonar ridículo si no fuera porque la historia lo entrega con la solemnidad de quien cuenta una verdad ancestral. Y en parte, lo es.

Con esta materia prima, el director Isao Takahata, cofundador del Studio Ghibli junto a su colega Hayo Miyazaki, firmó su testamento en forma de su última película. El cuento de la princesa Kaguya no es solo una adaptación del Taketori Monogatari, ese cuento del siglo X considerado uno de los textos más antiguos de la literatura japonesa, sino una declaración de amor a la vida… y a la animación como forma de vida, porque si algo sorprende de esta obra es su aspecto visual: cada plano parece un boceto animado o una pintura que encontraríamos en algún antiguo texto perdido. 

En una demostración de sus habilidades, el director de La tumba de las luciérnagas emplea la forma como parte del fondo de la obra. La animación como expresión interna, no solo representación externa. Esto la emparenta más con cine experimental o el arte pictórico que con la animación comercial prefabricada que solemos ver proveniente de USA.

No hay brillos digitales ni tridimensionalidad; hay acuarelas temblorosas, contornos que se deshacen y fondos que parecen soñados, como en la escena de la huida. Mientras algunos aún insisten en que Pixar revoluciona la animación cada vez que renderiza una lágrima (ejem), Takahata nos recordaba que también se puede innovar volviendo al trazo original, al dibujo inacabado que palpita como la vida misma.

La pérdida y la vida

La película no escatima en simbolismo ni melancolía. La joven Kaguya, arrancada del bosque y elevada a los estamentos de la corte, se convierte en el ejemplo perfecto de que el oropel y la perfección social no garantizan la felicidad. Lo divino aquí no salva: aprisiona en lo terrenal. Como suele hacer Ghibli, la historia prescinde del villano clásico para centrarse en otra cosa más honesta: los deseos humanos. Nadie es del todo bueno, ni completamente malo. Ni el padre que quiere lo mejor para su hija y la pierde en el intento, ni los pretendientes que la cortejan con mentiras, ni el joven que la amó entre los árboles. Aquí, lo que duele no es el castigo, sino la incomprensión. Es más, en la vida real podemos hacer daños a nuestros seres queridos no por maldad, sino por un intento de protegerlos, ayudarlos, quererlos...

La película está situada en un marco histórico, pero es tan actual como cualquier cuento que nos enseñe a mirar más allá de lo evidente. La precisión con la que se retratan los kimonos de Lady Sagami, los rituales de etiqueta o el mundo cerrado de la nobleza de entonces son puro deleite para quien ame el detalle, pero nunca estorban al relato.

Y mientras la historia avanza (con ritmo calmado), la música de Joe Hisaishi nos arropa como una vieja canción que no sabíamos que recordábamos. Pocos compositores entienden tan bien el silencio como él, como ya demostró en la maravillosa El viaje de Chihiro. En esta película nos entrega de nuevo toda esa magia del Período Heian.

La magia de Ghibli

Algunos han tachado la película de lenta. Como si la lentitud fuera un pecado narrativo. Curiosamente, el propio film responde a esta acusación: cuando la maestra de Kaguya le abre un pergamino y le dice que toda historia se revela poco a poco, también nos está hablando a nosotros. Vivimos con hambre de clicks, de estímulos inmediatos, de narrativas con tres actos cronometrados… y olvidamos que a veces las mejores historias se revelan al ritmo de una estación.

Otros la acusan de ser deprimente, como si el arte debiera funcionar solo como un consolador emocional, como si una película solo valiera si nos deja con una sonrisa final y el corazón sosegado. Kaguya, como figura budista y no como simple princesa Disney, desciende al mundo y nos enseña la importancia de vivir, mientras ella misma lo descubre antes de regresar con los suyos y olvidar quien fue. El mono no aware, la conciencia de la fugacidad y la tristeza de esta pérdida, son fundamentales en Japón y también en esta cinta. 

Por tanto, El cuento de la princesa Kaguya no viene a consolarnos. Viene a conmovernos. A recordarnos la fragilidad de lo que amamos, lo efímero de las cosas bellas, la tristeza inmensa de tener que decir adiós incluso cuando no queremos.

Más allá de la propia película, cuando la corte celestial se lleva a Kaguya, también se lleva al maestro Takahata, y ambos dejan atrás la Tierra, no sin lágrimas, pero sí dejándonos una importante lección: lo que es un verdadero cuento. Uno que, como los de ante, no subestima a su público ni lo encierra en moralejas simplonas. Uno que, como la propia Kaguya, llegó del cielo para brillar un instante… y luego marcharse. Acaso, ¿no es esa la vida?


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