“Ahí estamos.
Ahí estamos con la misma porquería de siempre. ¿No te cansarás de todo esto? ¿No te darás cuenta de que soy una mentira con patas? ¿No descubrirás nunca que cada “te quiero” sólo era una mentira para evitar estar sola? No, parece que no te das cuenta.
No te negaré que al principio era divertido, que cada caricia llevaba a un escalofrío y cada escalofrío a una sensación indeterminada. Pero cariño, de eso ha pasado mucho. Ni tú ni yo somos aquellos jóvenes tortolitos ni seguimos siendo unos estúpidos que violábamos nuestra almohada.
No somos nada de eso. Sólo estamos aquí, aguantándonos, viéndonos envejecer, deseando que la vida se acabe y nos dé un par de hijos desgraciados y un par de nietos subnormales. Cualquier alegría será una obra de teatro, pero no ganaremos ningún premio. De eso me di cuenta hace tiempo.
Teniendo tanto por delante, ¿por qué tirarlo todo por la borda? ¿No podemos jugar a dejarnos en paz? ¿No podemos alejarnos lo suficiente como para que las lágrimas desaparezcan?
Pero no, parece que no escaparé de tu indiferencia, de tu monotonía, de tu egoísmo. ¿No puedes dejarme volar libre, querido? Me has puesto en el centro de tu vida, pero yo sólo quiero estar lejos, muy lejos, hasta convertirme en un turbio recuerdo de una tarde de verano.
Hermosa, pero inalcanzable, como tú.
Me marcho, no sé a dónde, pero abandono el barco. Hace tiempo que se ha hundido y sólo espero poder salir a flote. Que te vaya bien como un naufrago”.
Ha quedado realmente sincero.
Lo ensayo cada mañana delante del espejo y cada vez es más y más creíble.
Bien, eso se lo diré a mi novio cuando tenga uno.
O un amigo.
O un gato.
O algo.
Es tan melodramático y estoy tan sola...
Como decía una chica que comentó una vez en un blog: “La soledad busca compañía”.
Eso nos pasa a los que nos quedamos hasta el final en el barco que se hunde.