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La noticia se extendió con rapidez desde el otrora victoriano Londres, pasando por la Francia aún borracha de arte, hasta la siempre sombría Transilvania.
La nueva recaló por los lúgubres Cárpatos, donde vivía el último hombre lobo, el apacible Vincent Valdemar. Él eligió ser licántropo como se elegía ser carpintero, pescador o vampiro en Transilvania: por mera casualidad.
La información hablaba de un estudio que defendía que el pensamiento influía sobre el cuerpo, que nuestras debilidades las decidíamos nosotros mismos. El pacífico Vincent Valdemar llegó a la conclusión de que si pensaba que la luna llena era sólo una bonita estampa, aullar era para perros y la plata podía herirlo como a cualquiera, se curaría de su enfermedad.
Así, salió bajo la luna llena.
Oh flamante y brillante luna llena, no abandones a los mortales a su miserable fin, no dejes atrás a los monstruos que te aman.
Oh flamante y brillante luna llena, ¿cuánta sangre más deseas?
Fue acribillado por un cazador de monstruos, torpe al eliminar al último bicho raro que hacía que su profesión siguiese existiendo.
¿La moraleja? Vaya… Ahora todo el mundo necesita una moraleja en una historia… ¿Qué le vamos a hacer? Estamos en la época de la lógica, de la luz, y las tinieblas de la confusión de los monstruos se alejan… En fin, sí, ya va, vuestra maldita moraleja.
Pues a ver qué os parece esta: nunca hagas caso a las noticias que llegan demasiado rápido (menos cuando un cazador de monstruos te lleva el diario de la mañana y puede tachar la letra pequeña que dice cosas como: “Absténganse los licántropos de ponerlo a prueba. Gracias”).
Penosa moraleja, como todo lo que tiene lógica y luz en una época, menos mal que siempre podemos soñar con las tinieblas de la confusión de los monstruos. Menos mal que en los sueños (o las pesadillas, lo que sean) quedan hombres lobo que aúllen a la luna y criaturas que aún deambulen en la oscuridad del mundo. Me sentiré un poco menos solo.
F.D.: Un cazador de monstruos
sin monstruos que cazar
excepto él mismo.