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Dicen que si llevas sin dormir un par de días, empiezas a perder la razón y la razón no es algo que encuentres en los supermercados, junto a los cereales.
Después de las ojeras y la debilidad física por la falta de sueño, comienzan las alucinaciones que llegan a parecer reales... Demasiado reales. Más reales que la realidad.
Aquel niño lo sabía.
No dormía no tanto por insomnio, como por miedo.
Sus pesadillas le despertaban cada noche.
En ellas, horribles arañas con rostro de mujeres de metal, serpientes que lloraban como bebés y nubes que escupían sangre le perseguían.
Él despertaba sudando, llorando y gritando.
Hasta que su madre, harta de no poder dormir, le gritó:
—¡Supéralo ya! ¡Está todo en tu cabeza! ¡Sácalo de ahí!
Y su madre le dejó un vaso de agua en la mesilla, para que su hijo no gritase de nuevo pidiéndolo. Él pensó (si es que se le podía llamar pensar a unir sensaciones inconexas) que era para apagar las palabras que su madre le había grabado a fuego en la mente debido a aquellos gritos.
Cuando ella se fue, una extraña idea surgida del reino de paranoia se ancló en la mente del niño.
Es cierto, la razón no es algo que encuentres en los supermercados, junto a los cereales, pero la locura… Oh, sí, la locura está más cerca que la más próxima de las esquinas.
El vaso cayó al suelo y el agua empapó las astillas.
El niño cogió un trozo bastante grande y observó su reflejo en él.
Iba a sacar a los monstruos de su cabeza.
El cristal podía ayudar…
¿A despertar?
Lo único seguro es que el niño de veinte años se volvió loco.