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“Era el día en que todas las cosas acabarían para siempre”.
Es una buena frase.
Sí.
Para un escritor mediocre, es una buena frase.
Para mí, no. Yo espero ser mejor que mediocre.
“Era el amanecer de todo aquello que terminaría para siempre jamás”.
Mejor, pero demasiado zafia.
Necesito algo mejor, un ápice de maestría, de vigor.
Los buenos escritores no se labran con frases típicas.
Necesito brillantez.
“Era el amanecer del eterno crepúsculo de todas las cosas”.
Demasiado poético.
Nadie lo entenderá.
¿Qué quiero? ¿Qué lo entiendan los críticos o el lector?
Todos, pero sobre todo el público, no quiero que sólo la disfruten unos cien críticos que pagarán diez euros frente a unos cientos de personas que pagarán esos diez.
Debo ser más llano, más normal, más…
“Era el comienzo del fin de todas las cosas. Siempre”.
Vaya frase… Parece hecha por un niño de diez años.
Dios.
Vaya asco de frase.
Debo rezar.
Homero, Cervantes, Joyce… Dioses de la literatura, escuchadme y ayudadme, mandadme a todas las musas con sus beldades y…
“El fin comenzó con un amanecer efímero. Todos los finales eran así, pero ese no era un final más, era aun final”.
¡Pardiez! Esto va de mal en peor. Nadie que leyese esa frase querría leer el resto de la obra, la tiraría a la chimenea… Sería mejor como leña que como obra.
“El principio del fin”.
Es ruin, abyecto, ignominioso… Qué simple, qué basto, qué estúpido…
Cinco años para escribir la primera línea de mi obra.
Dos años desde que quemase el primer borrador que conseguí terminar.
Casi una semana sin dormir.
Una pistola en la gaveta.
Una copa de whisky al lado de la máquina de escribir y un poco de acónito que podría acompañarle con gusto.
Todo esto me apabulla, no tengo ni un ápice de decisión y eso es algo que no es para nada baladí.
El odio por mi estupidez.
El veneno de la desidia destruyéndome.
Y la certeza de que no acabaré nada.
Nunca he terminado nada de lo que he empezado.
Eso no es, desde luego, perfecto.