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Si hace diez años, casi diez años, me hubieran dicho que él había muerto, me hubiese alegrado. Mucho.
Tenía once años y, cuando con esa edad sabes que no vas a volver a ver ni a tu padre ni a tu madre porque alguien los ha asesinado, la muerte de la persona que lo hizo para ti puede significar todo. Absolutamente todo. Sin embargo, ya no soy ese niño, pero ese hombre ha muerto.
Hubo una persona que hizo que su pueblo odiase, que vidas se sacrificasen para matar a miles de otras. Un atentado que hizo que todos temblásemos y sufriésemos. Mis padres murieron en las Torres. Yo lloré y odié mucho desde entonces, a ese líder y a los suyos, todos, su pueblo que había celebrado la muerte del mío y los que no. Todos. Mis padres y centenares de personas habían muerto por su culpa.
Luego, empezamos una guerra y otra y supe que más que por justicia, era por otros intereses. No es un tema de religión o de ideología, sólo de dinero. Nos engañamos a nosotros mismos soñando con que el mundo sería mejor por una guerra. Las guerras, pienso, no hacen justicia ni un mundo mejor.
Después, llegaron los atentados de Londres, de Madrid… Nada cambiaba, el odio seguía imperando. El odio y el dolor. ¿Qué culpa pueden tener esas personas que iban a su trabajo o a su universidad y que acabaron muertos de una manera así? Cruel e injusta para gente que no se merecía eso. ¿Por qué siempre son las personas más inocentes las que pagan por errores que no han cometido ellos? ¿Y por qué siempre hay que arreglar esos errores con la muerte? ¿Nunca nos cansaremos de matarnos los unos a los otros?
Años después, he aprendido que no todas las personas por tener una religión o vivir en un lugar piensan igual. Hay de todo. Muchos de los que siguen a esos fanáticos terroristas son personas engañadas, que sufrieron seguramente por culpa de nosotros, la gente de Occidente. Les hemos quitado mucho. Nos odiamos. “Ojo por ojo, diente por diente”. Todos vamos a terminar ciegos y sin dentadura.
Gente estúpida, de un lado y de otro, han intentado lavarnos la cabeza. Han intentado que tú y que yo pensemos que somos diferentes, que somos el monstruo a batir. Mientras nos hiramos, ellos hincharán sus bolsillos y nosotros nos desangraremos. No somos diferentes, somos humanos, vivimos en el mismo mundo y nos odiamos sin conocernos. ¿Por qué no cambiamos eso? A caso ¿no sufrimos igual unos y otros? ¿Por qué no arreglamos esto? ¿Por qué no decidimos que merecemos algo más que matarnos mutuamente? ¿Por qué no recordamos lo que significa la paz? ¿Por qué no hacemos algo de lo que nuestros hijos puedan sentirse orgullosos, algo que no implique la violencia y la muerte? ¿Por qué no acabamos con esta tragedia?
Ahora, estudio Ciencias Políticas y ayer me levanté con la noticia: él ha muerto en una operación para arrestarlo.
Recuerdo todo lo que me ha pasado. Todo.
No siento odio, sino pena ¿por esa persona? No, no soy tan bueno.
Siento pena porque ese asesino no haya sido juzgado por sus crímenes… Hay tantas personas, tanto de ellos como de los nuestros que ser juzgados por sus terribles actos…
Pero hay que tener fe en la justicia, fe en que las cosas pueden ir a mejor.
—¿Crees que el mundo es mejor desde que lo han matado?– me pregunta una compañera cuando llego a la universidad.
Yo respondo:
—No…
—No lo sé yo tampoco…
—No es un “no lo sé”, es simplemente no. El mundo no es mejor.
—Pero por algo se empieza…
—No lo sé.
Espero dentro de otros diez años, entonces, tener respuesta a todo este sufrimiento e incertidumbre.
Espero que haya un entonces, porque sólo nosotros haremos del mundo un lugar mejor, donde valga la pena vivir y toda malicia desaparezca para siempre. Sólo nosotros.