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Entre mares de nubes blanquecinos, montañas de cristal se alzaban impetuosas. La luz blanca jugaba a nuestro alrededor, cegadora. Después de tanto tiempo, habíamos llegado. La paz se respiraba con el aire limpio, impoluto. ¡Oh! ¡Y las estrellas! Ellas te sonreían como la gente que te quiere: con amor, dulzura y luz, pero efímeras ante el fin. Era agradable soñar.
—Se prepara y… ¡batea! —dijo la mujer.
Desperté, abrí los ojos. El derecho estaba cubierto de una capa turbulenta grisácea, el otro estaba casi ciego. La sangre resbalaba por la frente. No podía moverme. No era un dolor de cabeza normal, era un dolor penetrante, como un corte frío. La asesina me partió la cabeza con un bate de béisbol. No era una mala manera de morir soñando. Lo malo realmente era morir.