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Es el lunes de la semana de Halloween. Tu casa guardaba un sepulcral silencio, sólo roto de vez en cuando por lamentos. Ya sabes, los mismos sonidos que más de una vez no te han dejado dormir tranquilamente, cuando piensas “¿y si hay algo ahí?”. Es inquiétate, horroroso, capaz de hacerte temblar.
Sí, fue entonces, mientras estabas haciendo otra cosa, cuando en tu cuarto se escuchó una voz tenebrosa que susurró, como cadenas arrastrándose por el suelo:
—Buuuuuuuuuuuuuuuuuu…
Pensaste que debía ser algún mueble viejo sin importancia… o simples imaginaciones tuyas.
Algo respondió con un rugido.
—¿No te cansas de eso?– gruñó alguien, desde debajo de tu cama. No, no eras tú, evidentemente. Por sus fauces resbalaron esas cucarachas horribles que has llegado a encontrarte por sorpresa. Sí, las mismas que han hecho que más de una vez casi te diese un ataque al corazón.
La criatura de la boca infectada de bichos hablaba con un niño de menos de diez años, que vestía con ropa muy antigua, porque llevaba mucho, mucho tiempo siendo un crío. No lo conoces, aunque es familia tuya. Los tuyos quisieron olvidar a aquel pequeño. Él no les olvidó a ellos. Se detuvo como una ráfaga fría ante dos luminosos ojos que esperaban debajo de la cama, en la negrura, raspando el suelo con sus grandes garras.
—Es lo que debo hacer– dijo el renacuajo. Fue antes de empezar a mover las cosas de tu mesilla de noche. Suele hacer que te preguntes: “Pero… ¿No había dejado esto en otro sitio?”. Es cuanto menos desquiciante.
—Podríamos sacar conversación– farfulló con sus grandes y afilados colmillos podridos el monstruo del rostro deformado. Sus luminosos y fieros ojos se fijaron en el pequeñajo–. Por ejemplo… ¿Sabes que en Halloween es el día del año en que se registra la mayor cifra de envenenamientos a niños?– el chiquillo guardó silencio, la pregunta se convirtió en una retórica–. Parece ser que los psicópatas dan dulces envenenados.
El pesado (en más de un sentido) monstruo de debajo de la cama aguardó que el crío le respondiese. Simplemente, le dio la espalda a la bestia que quieres creer que no existe. El chaval le dijo antes de cruzar la pared:
—Imbécil, ¿por qué crees que estoy aquí?
Y el niño cruzó la pared de tu habitación, mientras su mandíbula caía carcomida por el vomito del veneno. Quería aparecerse al final del pasillo. Ser una sombra que te inquietase cuando caminases por él sin encender la luz. Obligarte a tocar el interruptor y, en el momento en que pensases que ya no estaba, seguir ahí.
El juego de aquel pequeñajo era asustarte, hacer que se te cayese tu vaso de agua, resbalarte con él, y caer partiéndote la crisma. Juntarte con el montón de dulces envenados con el que mataste a aquel niño. Puede que tú no seas ese asesino, pero para el niño sí. Todos lo somos por olvidarle… Y si eres el asesino y lees esto…
Viene a por ti.
Corre.
Al menos morirás haciendo ejercicio.
Ten cuidado.
Buenas noches. Espero que el monstruo de debajo de tu cama y el fantasma del final del pasillo te haga pasar una buena noche, entre ruidos y escalofríos. Dulces pesadillas… por toda la eternidad.