Hay una parte de mí, casi infantil, que no puede evitar preguntarse (con la fascinación de quien observa un truco de magia) dónde ha puesto exactamente la cámara un director para capturar cierta toma imposible. Es una pregunta que no todos los niños se hacen, pero sí aquellos que, como yo, crecieron amando el cine, buscando el secreto detrás del plano perfecto. Master and Commander es una de esas películas que despiertan de inmediato esa pregunta.
La respuesta está, por supuesto, en la mirada de Peter Weir, uno de esos directores que ruedan con un clasicismo envidiable, tan eficaz que uno apenas percibe que está dirigiendo, y, sin embargo, todo está perfectamente calculado. Master and Commander es, a todos los efectos, un clásico moderno: una película que parece filmada en otra época, por su precisión artesanal, por su tono contenido, por su respeto absoluto por la historia que quiere contar.
Tras la niebla
Y la historia que cuenta es, en apariencia, sencilla: el capitán Jack Aubrey (Russell Crowe), al mando del HMS Surprise, persigue una fragata francesa que amenaza los intereses del Imperio Británico en plena era napoleónica, pero como en todo buen relato de aventuras, la superficie solo es la excusa para bucear en lo humano: en la camaradería, en la soledad del liderazgo, en la rigidez de la disciplina militar, en la música como consuelo, en las «maldiciones», en la obsesión que roza lo trágico.
Las escenas de batalla son contundentes, sí, pero nunca espectaculares en el sentido vacío del término. No hay fuegos artificiales al estilo Piratas del Caribe, ni efectos digitales que parezcan salidos de un videojuego. Weir apuesta por lo físico, lo tangible, lo que se puede oler: la madera que cruje, el salitre, la pólvora, el sudor... La tensión nace de los cuerpos, del ruido del cañón, del vaivén del casco, del silencio previo a la lucha...
Y es que Master and Commander tiene ese sabor raro del cine de aventuras clásico. El de las películas que se tomaban en serio su historia y sus personajes, que no necesitaban hacer chistes cada cinco minutos para mantener la atención, que no temían al silencio ni a la lentitud cuando eran necesarios. Un film que, como el Surprise, avanza firme entre la bruma, guiado por su brújula narrativa y por la fe en su propio rumbo.
Pero donde Master and Commander verdaderamente brilla es en su retrato de la vida a bordo. El barco es un microcosmos cerrado, una sociedad flotante. Y en ella, todos tienen su papel. El capitán Aubrey y el doctor Stephen Maturin (Paul Bettany) representan dos formas de mirar el mundo: la del deber y la del conocimiento, la del acero y la del bisturí, el marino pragmático frente al naturalista ilustrado. Su amistad, marcada por la admiración mutua y las inevitables diferencias, da al film su corazón más humano.
Las interpretaciones son, como debe ser en un film de estas características, sobrias pero precisas. Russell Crowe ofrece uno de sus mejores papeles: su capitán Aubrey es enérgico sin necesidad de heroicidades vacías, carismático sin exceso, duro pero no inhumano. Paul Bettany, por su parte, aporta inteligencia y sensibilidad a su papel de médico-científico, en una interpretación que se desliza con elegancia entre la ironía y la melancolía. El reparto coral está también a la altura, construyendo esa comunidad de hombres encerrados en prisiones de madera en alta mar, cada uno con su acento, sus costumbres, sus heridas.
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Una de las mejores interpretaciones de Russell Crowe. |
Vida y muerte en alta mar
Weir logra una fidelidad histórica extraordinaria, recreando con minuciosidad la vida en la marina británica durante las guerras napoleónicas. La rutina diaria de la tripulación está retratada con verosimilitud: el reparto de raciones (ese grog aguado que quema la garganta), los castigos ejemplares en cubierta, las canciones marineras entonadas al anochecer y las supersticiones susurradas en la bodega. La película rebosa autenticidad y hace tangible otra era: por un par de horas, realmente viajamos a 1805 y comprendemos la dureza, la bajeza y la grandeza de aquellos hombres de mar, todo ello bajo la música clásica.
En el tramo final, Master and Commander alcanza una cualidad casi mitológica que permanece mucho después de que termina la proyección. Vuelvo la vista a aquel niño maravillado del principio, el que se preguntaba cómo se filmó lo imposible, y comprendo que parte de la magia está en la materia de los sueños: un barco recortado en el horizonte infinito, un rayo de sol abriéndose paso entre nubes de tormenta, un grupo de hombres diminutos desafiando la inmensidad del Pacífico. Son imágenes que arraigan en la memoria, como las leyendas. No es de extrañar que Master and Commander recibiera grandes elogios en su año de estreno. De no haber coincidido con el fenómeno arrollador de El retorno del rey, su destino en los Oscar quizá habría sido otro. Pero el tiempo ha ido colocando la película en el lugar que merece: el de una obra maestra que se disfruta más cuanto más se revisitan.
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Da la impresión, viendo esta película, que estamos ante una de esas cintas que ya no se hacen... |