Mientras se acerca el inminente final de Stranger Things, recupero la crítica que hice de su tercera temporada; para mí, la peor con diferencia...
¿Stranger Things ha vuelto? No, más bien se ha reencarnado en su propia sombra con luces de neón, es decir, en su autoparodia. Eso nos hacen creer los hermanos Duffer, que han decidido que Stranger Things no es ya una serie, sino un parque temático de sí misma. La tercera temporada llega con todo el entusiasmo de un niño que cree que repetir el mismo truco mil veces lo hará más interesante. Spoiler: no lo hace. Esta vez, nuestros queridos personajes se enfrentan a la temible amenaza de... madurar. Entre hormonas disparadas, pasillos de centro comercial y tramas recicladas, el mayor terror no viene del Upside Down, sino del síndrome de estancamiento.
Desde los primeros capítulos, la serie parece chicle mascado. El arranque, directamente, se tambalea: dos episodios de puro narcisismo donde los personajes se admiran entre sí con la intensidad de un influencer frente a su propio selfie. Lo que antes eran niños con traumas y desarrollo, ahora son Funko Pops con frases ingeniosas y camisetas molonas. El tono, antes oscuro y cargado de misterio, ahora es una comedia involuntaria con tintes de parodia ochentera mal digerida. Por hacer la metáfora, John Hughes se da la mano con los peores descartes de Gremlins 2, y Stephen King hace las maletas.
Por suerte, la serie arranca en el tercer episodio... o eso intenta. Porque sí, vuelve la aventura, pero sacrificando cualquier rastro de tensión real o madurez emocional. Es como si los Duffer dijeran: “Tranquilos, no vamos a contar nada nuevo, pero lo haremos a lo grande”. Y vaya si lo hacen: explosiones, ratas mutantes, rusos de cómic y adolescentes que cambian de personalidad como de peinado. La duda que flota es: ¿qué habría pasado si Stranger Things hubiera seguido su camino sin obsesionarse con su propio reflejo en el espejo del éxito? Quizá los personajes seguirían teniendo alma. Quizá Eleven no sería solo “la chica poderosa”, Mike no parecería un sketch de Saturday Night Live, y Jonathan no habría sido lobotomizado por el guion.
Nancy y Jonathan merecen un párrafo aparte, aunque ojalá no lo merecieran. Su arco argumental es una carrera de obstáculos hacia el bostezo. La intriga periodística no lleva a ningún lado y la tensión entre ellos tiene la química de dos yogures caducados (y eso que los actores son pareja).
Otro aspecto polémico que se pasó por alto fue que Billy (el hermano de Max) es usado como fetiche sexual de medio pueblo hasta que lo necesitamos para un giro dramático, porque ya que lo teníamos ahí, había que usarlo, ¿no?
En cuanto al "equipo cool" —Steve, Dustin y Robin—, ellos cargan a hombros toda la temporada. No porque sean memorables, sino porque el resto flaquea tanto que cualquier intento de carisma parece un oasis. Incluso Erica, que debería aportar frescura, acaba convertida en el símbolo definitivo de la autoparodia: un personaje creado por y para los gifs.
¿Y qué decir del trío Hopper-Joyce-Murray? Pues que entre gag y gag parece que olvidaron que los perseguía el Terminator soviético y que el destino de la humanidad estaba en juego. Lo de dejar solo a Alexei ya es un gesto tan torpe como toda la concepción del villano ruso genérico. Red Dawn, Rocky IV… sí, ya pillamos las referencias. Pero si tienes que repetir la broma tres veces, quizás no era tan buena. Y es que hay escenas que parecen diseñadas directamente por un algoritmo entrenado con VHS de videoclub.
La sensación final es la de haber visto una temporada de transición donde el verano sirve de excusa para dejar pasar la trama entre canciones ochenteras y romances. Hay quien dice que el final compensa todo. Claro, si por “compensar” entendemos que los últimos veinte minutos intentan hacer lo que diez capítulos no lograron: emocionar, cerrar algo, abrir expectativas. Al menos, Eleven pierde algo —poderes, alguien querido— y nos recuerda que, en algún momento, esta serie tuvo consecuencias.
Pero incluso en ese momento, uno no puede dejar de pensar: ¿no sería útil que Eleven recordara que tenía una hermana con poderes? ¿No era ese un hilo dramático importante? Ah, cierto, los Duffer prefieren hacer como que ese capítulo nunca ocurrió. Demasiado impopular. Mejor barrerlo bajo la alfombra y fingir que jamás salimos de Hawkins. Total, ¿quién se acuerda de la coherencia cuando hay que vender camisetas?
Stranger Things 3 no es un desastre, pero sí una renuncia. Renuncia a lo que fue. Renuncia a contar algo nuevo. Renuncia al riesgo. Lo que queda es una amalgama de referencias sin rumbo, de personajes convertidos en marionetas del fandom, de tramas que existen porque “hay que poner algo mientras suena una canción de los 80”.
¿Conclusión? Stranger Things 3 es como ese verano que quieres olvidar pero al que vuelves por nostalgia. Entre risas enlatadas, poses de adolescente baratas y villanos de saldo, lo que más miedo da no es el Azotamentes: es ver cómo una buena historia se convierte en un producto más.