“Cherish the astonishing and unlikely world that we all exist in; try to live with love and without fear; and anybody who has anything to do with any of these shitty Watchmen travesties, even as a member of the audience, will be dragged screaming to hell by their nipples"—Alan Moore.
Hay verdad en los cabreos de Alan Moore. No es la ira de un llorica, sino la cólera del demiurgo que ve cómo profanan su templo, cómo manosean su criatura, cómo destruyen lo que alguna vez fue una joya con los dedos sucios de la industria del cómic de superhéroes. Es una furia que late en cada una de sus entrevistas, como si supiera que el tiempo se ha vuelto cíclico y que su advertencia es apenas un grito en una tormenta de dinero y mediocridad.
Los engendros de Watchmen
Moore maldice las adaptaciones/secuelas/engendros de Watchmen con una teatralidad apocalíptica, pero más allá de la metáfora , hay una verdad: el cómic de superhéroes, ese que alguna vez fue trinchera de lo posible, se ha convertido en un mausoleo de lo predecible.
El problema no es la nostalgia. La nostalgia puede ser fértil si se usa como semilla, no como jaula. El problema es que el mainstream superheroico se ha transformado en un parque temático de sí mismo. Cada reinicio, cada evento, cada muerte falsa que será revocada en seis meses, no es más que una maniobra cínica para mantener vivo un cadáver conectado a máquinas editoriales.
¿Qué queda de la rebeldía de Watchmen? Se han convertido en moldes. En algoritmos de color y ruido. En capas sin alma. Después de The Boys o Invencible, ¿cómo podemos seguir confiando en que un tipo con superpoderes nos salvará?
Moore, el mago de Northampton, nos recuerda algo fundamental: no estamos aquí para repetir fórmulas. Estamos aquí para hacer magia. Para mirar al abismo de nuestras neurosis y sacarlas con forma de viñeta. El cómic debería ser un acto de amor feroz al caos del mundo, no un folleto corporativo con moralinas vigiladas por Disney.
Y, sin embargo, seguimos aceptando estos Frankenstein hechos de retazos regurgitados. Seguimos aplaudiendo reboots con trajes oscuros, seguimos comprando cómics cuyo único valor es pregonar que son importantes sin llegar a serlo. Nos han domesticado y nos exprimen en busca del dinero fácil y la nostalgia barata.
Lo que Moore denuncia no es solo la prostitución de Watchmen, sino la rendición general de la imaginación. Cuando un arte solo existe para sostener una franquicia, ha dejado de ser arte. Y quizás merezca el infierno… aunque sea arrastrado por los pezones.
Y es que mientras que Alan Moore ha seguido creando dentro y fuera del mundo del cómic, otros «loados» autores como Geoff Johns o Scott Snyder se han dedicado a rebuscar en basura. Son los devoradores de carroña. Hace tiempo que la industria les obliga a devorar las sobras de Moore y excretar cómics de superhéroes para una industria ruin y decadente.
Tal vez haya esperanza, sí. En los márgenes, en lo independiente, en la autopublicación, en los autores que deciden escribir no para conservar una IP, sino para liberar un demonio. Quizás ahí todavía se haga buen cómic de superhéroes dentro y fuera de una sociedad decadente como la estadounidense. Quizás ahí todavía haya magia... Pero en el corazón de la industria, lo que queda es una repetición de arcadas que llevan al vómite. Y los ecos, por muy fuertes que sean, jamás serán un grito nuevo.