Relato: ¡Horror! El nuevo matadero

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Damas y caballeros, me contemplo a mí mismo en el deber moral, como buen hombre de Dios, de advertirles de que el siguiente relato perturbará sus mentes y destrozará sus almas.
Si son sensatos, por favor, váyanse y hagan como si nunca hubiera existido esta macabra historia, venida de una mente retorcida y enferma.
¿Siguen ahí? Pobres espíritus condenados, no saben lo que hacen. ¿Saben que el camino a la locura está plagado de pequeñas insensateces?  
A continuación: “¡Horror! El nuevo matadero”.

*

El otro día fui testigo del horror y ahora me veo en el deber de narrar tales circunstancias, para evitar que otros enloquezcan ante la visión de estos escalofriantes hechos, forjados en el mismísimo averno.
La oscuridad despertó con un rugido metálico. La vieja bestia apestosa estaba despierta una noche más. No me imaginaba entonces que había sido un estúpido al terminar en aquellas siniestras fauces. ¿Podré escapar?
Fieles esclavos de aquel dios de tuercas y engranajes se dirigieron a sus puestos para dar de comer a la criatura en un sangriento rito. Parecían autómatas, queriendo no escuchar los gritos de aquella nueva raza de demonio. Parecían autómatas no siendo humanos.
Así fue como comenzó.
No había hecho más que comenzar.
Hubo un estruendo que hizo temblar el falso suelo de metal ennegrecido. Nadie excepto los sirvientes eran testigos de aquel despertar siniestro en el templo de aquel demonio.
Comencé a temblar, mi piel se manchó de las víctimas mientras retrocedía. Nunca había tenido tanto miedo en mi ahora desdichada vida y sabía que los horrores que devoraban mi mente nunca me dejarían, nunca los escupirían y me devolverían a como fui. La simple contemplación de tal maldad me estaba matando.
No había escapatoria para las víctimas. La máquina estalló. Viejas ruedas se movían en torno al techo. Las cintas transportadoras manchadas de sangre llevaban a las víctimas hacia su final. El traqueteo anulaba el pensamiento, revolvía las tripas y eso que la matanza no había iniciado aún.
¡Machacan! ¡Aplastan! ¡Destripan! ¡Muerden! ¡Revientan! ¡Explotan! ¡Estallan! ¡Y nunca, nunca cesan! ¡No se detienen enloquecidos en la lujuria del crimen! ¡No, nunca paras, insaciable monstruo! ¿No tendrás misericordia ni siquiera por un mero error? Si tantos hombres buenos nos equivocamos alguna vez, ¿un ser tan perverso no errará alguna vez para bien? No, no lo hará. Eso diferencia al bien del mal.
Fue el instante más tenebroso de mi existencia.
Vi los tentáculos de hierro que colgaban de los techos llevando cientos de papeles cubiertos de sangre chorreante.
Lentamente, se contoneaban hacia el abismo hasta caer formando un espesísimo charco de sangre, como la que llena los bidones y las enormes bobinas de papel. La fosa empieza a llenarse, como cada madrugada. ¿Cómo no hemos evitado esto?
Las letras existen en otro mundo y, cada vez que se usan, mueren. Un día, morirán todas. En nuestra sociedad, por eso está en extinción, pero no, no, no… Nada justifica tales agravios y mis propias manos están manchadas de tinta a la hora de escribir también esto.
Pero no tardó demasiado.
Las letras son sacrificadas, acuchilladas, asesinadas, devoradas para ser vomitadas en chorros ingentes de inmundicia.
Las minúsculas se separan de sus madres, las mayúsculas, y cada frase, cada párrafo, cada capítulo es una tragedia más.
No hay manera de escapar.
Entonces, llorando lo veo: la A se junta a otras “Aes” para gritar y la hache cayó en ellas:
—¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!!
Dijo precisamente lo que yo pensé.
No viviré más a partir de esto, sólo malviviré.
El otro día fui a una imprenta en una visita de clase, pude escapar, pero sé que donde estoy ahora, no me dejarán.
El psiquiátrico no tiene ventanas sin barrotes.
Y sé la verdad: que nunca, pase el tiempo que pase y ocurran las cosas que ocurran, podré olvidar aquel horrible despertar del dios “comeletras”.
Nunca.

*

Y bien, damas y caballeros, ¿siguen ahí?
La visión de tales monstruos habrá hecho que envenene sus cerebros. Lo sé. Les advertí.
No se preocupen, no se preocupen, amigos y amigas.
Dejad de gritar, por favor.
Yo arreglaré tales hechos. No podré extirparlos de su mente como se arranca un tumor de un cuerpo enfermo, pero podré ayudarles a colocar su camisa de fuerza.
Lo siento, amigas y amigos, pero ya se los he dicho: yo les advertí.

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