Relato: La sangre de la nada


La noche había caído, en el ático el polvo y las arañas ascendían y los cachivaches daban lugar al decorado perfecto para una historia de terror. El viejo refugio del doctor loco… Cuando la tormenta empezó, pasó a ser un escenario del crimen que parecía un maldito cliché.
El detective Kerr encendió la cerilla pasándola por su barbilla y con el fósforo prendió su pipa. Eso significaba que iba a ser una noche larga.
Kerr observó el charco de sangre. Lo miró de la misma manera que un escultor contempla la piedra antes de crear, igual que un pintor ve el lienzo en blanco… Era el principio de una obra de arte.

A continuación, quiso coger la pistola, pero  había algo que lo aprisionaba. Entonces, Kerr se preguntó dónde diantres estaba el cadáver. Fue algo así:
—¿Dónde diantres estará el cadáver?
Curiosamente, la mancha de sangre no se extendía como un simple reguero más. Qué va. Tenía el hueco del cadáver. A ver, ¿se te ha derramado alguna vez el agua? ¿Sí? ¿Has probado a poner un dedo? ¿Has visto el hueco que deja el agua? No, no es magia. Pues estaba la sangre y el hueco del cuerpo, una perfecta silueta.
Y no era porque la sangre se hubiera secado y el cuerpo hubiera sido movido después. ¡Qué va! La sangre no había dejado de emanar de la nada, más y más hasta que el sabueso Kerr tuvo que ponerse sus botas de lluvia.

El señor Kerr no es un buen hombre. Su esposa apenas le habla y su amante sólo le gruñe, tiene tantos hijos por el mundo como para montar su propia liga de críquet, odia a la gente que no tiene los ojos grises (lo que hace que odie a todo el mundo), desconfía de los tuertos y arroja el humo a la cara de la gente… Es una pequeña lista de defectos, a los que, si somos tiquismiquis (que, reconozcámoslo, un poco lo somos), deberíamos sumar su adicción a beber el alcohol de curar heridas y escupir flemas en los vasos de la gente cuando no miran (simplemente por meterse dentro de los demás). El señor Kerr no es un buen hombre, pero sí un buen detective.

La idea surgió en su mente a la velocidad de la luz. Todas las pequeñas pruebas de las que nadie se dio cuenta le llevaron a resolver el caso: la sangre que no paraba de surgir, la huella de un cuerpo que no estaba, la pistola imposible de mover, no poder tocar el suelo de la silueta por haber algo que lo impedía… ¡Ajá, estaba claro! Se quitó la pipa y exclamó:
—¡Eureka! He resuelto el caso.
Los agentes que había cerca se aproximaron con bastante curiosidad. ¿Cómo había podido saber lo que había pasado sin ni siquiera haber un cadáver? ¿Cómo? Aquel momento, seguramente, haría historia dentro del cuerpo de inspectores. Kerr lo sabía y lo confirmó, en parte, cuando consiguió liberar el revólver de la nada.
—Sé quién es el asesino…– dijo. Todos contuvieron la respiración hasta que añadió–: ¡La propia víctima!
La respuesta generalizada fue un contundente:
—¡Oh!
Los cuchicheos se acrecentaron. ¿Podía ser posible? ¿Y cómo si no había cuerpo que demostrase aquello?
—No, señores, no. ¡No nos encontramos ante un asesinato! ¡Nos hallamos ante un suicidio!– gritó Kerr con pose teatral.
Uno de los policías que pensaba en todo aquello iba a tomar un sorbo de café, cuando el detective Kerr se lo quitó y lo arrojó a la silueta del charco.
El detective tomó una larga calada de su pipa, su rostro se ensombreció, pero la luz de la hierba prendida le iluminó la cara. Entonces, dijo lo que pasó:
—El hombre invisible se suicidó.
Un problema (o caso) resuelto. El que quedaba sin solución era saber cómo meterían en la caja al hombre invisible sin saber dónde estaba. 
Ocurre mucho en los áticos polvorientos, bajo la tormenta, cuando el escenario es el estereotipo del laboratorio de un doctor loco.
Ah, también estaba el por qué se había suicidado... Pero eso ya deberéis responder vosotros.
Que tengáis dulces pesadillas.

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