Relato: Abrir los ojos

01-03-2010


Imagen libre de derechos.

Abrí mis pequeños ojos claros. Pasé mi pañuelo por mi cabeza calva para detener el sudor. No quiero pensar demasiado en cómo soy, me lo preguntaron y siempre respondo: “Un tipo normal”, porque es lo que soy: alguien corriente, al que sueles ver por ahí. Evité pensar en ello cuando vi a alguien que esperaba que le hablase. Recordé lo que debía hacer y comencé a hablar. Estaba nervioso, cansado y asustado. Hablar era mi única esperanza de remediarlo:

—Doctor, no sé… lo que me pasa– susurró tembloroso–. Ayúdeme, dicen que es un buen psiquiatra. Yo… no… puedo dormir. Tengo horribles pesadillas, siempre. Temo dormir. No sé por qué me pasa esto. Soy normal: tengo una hermosa mujer que me quiere, dos hijos que serían la envidia de cualquier padre y un perro que me saluda feliz cada día, cuando llego de un trabajo, que, por cierto, me encanta… Sin embargo, desde hace un año, tengo pesadillas: sueño que mato a mi mujer y a… mis hijos… y el perro ladra, asustado, antes de escapar. Me despierto sintiendo mis manos manchadas de sangre y, después, la oscuridad. Tengo miedo– repito y empiezo a llorar irremediablemente–. ¿Qué puedo hacer, doctor? ¿Por qué? ¿Por qué me pasa esto? Sé que usted puede darme una respuesta, doctor, ¡una cura!

—Primero, tranquilícese. Segundo, la respuesta es evidente. Si esto fuera un cuento, ya el lector se imaginaría el final: niegas la realidad. Lo que crees real: esta habitación, ese diván, mi simple existencia… Es ficción y lo que crees ficción: asesinaste salvajemente a tu mujer y tus hijos que siempre te odiaron y el perro alertó a los vecinos, deteniéndote… Eso es realidad. Esto es el sueño, tu vida la pesadilla. Quieres dormir para soñar que la realidad es un sueño. Qué filosófico. Es hora de que despiertes.

Grité y, así, desperté… Abrí los ojos y temblé llorando. Estaba sentado en una silla metálica, mis manos no escapaban de las cuerdas del reposabrazos. Negaba la realidad, pero ya nunca más. Mi rostro se humedecía con el agua que caía de la esponja húmeda de mi cabeza. Vi miradas culpables, un sacerdote retirándose y un verdugo accionando la palanca. Todos con las caras del falso psiquiatra que creía auténtico. Después, dolor. Más tarde, muerte y nada más. Simples recuerdos que tengo ahora, antes de morir, y que nadie conocerá. ¿O quizás sí?

Sonreí. No es que me hiciera gracia la silla eléctrica. No porque estuviera loco, que también, sino porque, afortunadamente, no volvería vivir o soñar la ficción o la realidad, a abrir los ojos, para bien o para mal, nunca más.

Nunca más.

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