«Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos que los hervientes étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos y atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres furias, Tesífone, Megera y Aleto, administrador de todas las cosas negras del reino de Éstige y Dite, con todas sus lagunas y sombras infernales y litigioso caos, mantenedor de las volantes harpías, con toda la otra compañía de espantables y pavorosas hidras. Yo, Celestina, tu más conocida clientula, te conjuro por la virtud y fuerza de estas bermejas letras, por la sangre de aquella nocturna ave con que están escritas, por la gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel se contienen, por la áspera ponzoña de las víboras de que este aceite fue hecho, con el cual unto este hilado, vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad y en ello te envuelvas, y con ello estés sin un momento te partir, hasta que Melibea con aparejada oportunidad que haya lo compre, y con ello de tal manera quede enredada, que cuanto más lo mirare, tanto más su corazón se ablande a conceder mi petición. Y se le abras y lastimes del crudo y fuerte amor de Calisto, tanto, que, despedida toda honestidad, se descubra a mi y me galardone mis pasos y mensaje; y esto hecho pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, ternásme por capital enemiga; heriré con luz tus cárceres tristes y escuras; acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre, y otra y otra vez te conjuro, y así confiado en mí mucho poder, me parto para allá con mi hilado, donde creo te llevo ya envuelto»- Fernando de Rojas, La Celestina.
Confieso que cada año, cuando enseño La Celestina en bachillerato, inicio la primera clase lanzando a mis alumnos una pregunta inquietante: “¿Qué locura habéis hecho por amor?”. Tras unos segundos de silencio, asoman sonrisas nerviosas y miradas cómplices; alguno se atreve a narrar cómo escaló un muro a medianoche o escribió un poema empapado de cursilería adolescente. Este pequeño ritual no es mero entretenimiento: es mi forma de tender un puente entre los Calistos y Melibeas del siglo XV y los jóvenes del siglo XXI. Porque La Celestina, obra cumbre de Fernando de Rojas, sigue interpelando a los enamorados actuales con la misma intensidad con que lo hizo hace más de quinientos años. Y es que este clásico que rompe con todo sigue siendo inmortal.
Un mito
Pocas obras pueden presumir de haber dejado una huella tan profunda en la literatura española como La Celestina. Publicada a finales del siglo XV (alrededor de 1499) y atribuida a Fernando de Rojas (aunque siempre seré partidario de la teoría de los dos autores), esta obra gozó de un éxito editorial extraordinario durante el siglo XVI, con más de cien ediciones hasta su prohibición en 1792. Por si fuera poco, se la considera una creación un híbrido único de comedia humanística, género que mezclaba "novela" y drama (en su definición teatral), y que no estaba escrita para ser representada. Su influencia fue tal que dio origen a todo un “género celestinesco”, es decir, obras posteriores que imitaron su trama, personajes o ambientes, incorporando celestinas en comedias y novelas posteriores. Esto nos indica la enorme importancia que alcanzó: La Celestina no solo fue disfrutada en su tiempo, sino que creó escuela.
El hecho es que Celestina se hace querer y odiar a partes iguales por el lector: nos deleita con su pillería, con su verbo florido lleno de refranes y sentencias, con su humor sarcástico; pero también nos escandaliza con su falta de escrúpulos y su cinismo. Esa complejidad la volvió inmortal. Fernando de Rojas quizá no imaginó que su criatura le robaría el espectáculo, pero así fue. De ahí que hablemos de La Celestina a secas, reivindicando que, en esta historia de nobles amantes, la que verdaderamente lleva la batuta es una vieja hechicera de barrio.
Una prueba palpable de su impacto cultural es que legó al idioma un nuevo término. Desde hace siglos llamamos “celestina” a cualquier mujer que actúa como alcahueta. La propia Real Academia Española recoge celestina como sinónimo de mujer que concierta una relación amorosa, especialmente si es ilícita. No es casualidad: la Celestina de Rojas, con sus artes de mediadora, engaños y tretas, se volvió un arquetipo universal. De hecho, su nombre desplazó al de los presuntos protagonistas (los amantes Calisto y Melibea) en el imaginario colectivo y en el propio nombre de la obra (primero, Comedia de Calisto y Melibea, luego Tragicomedia de Calisto y Melibea y, finalmente, La Celestina). Pocas veces un personaje literario trasciende así para bautizar un rol social; es como si Don Quijote hubiera dado nombre a todos los soñadores o Lázaro de Tormes a cada pícaro. En este caso, Celestina se convirtió en la trotaconventos por excelencia. No deja de tener su ironía que una figura de los márgenes –una simple tercera– se alce con la gloria titular, pero así de poderosa es la presencia escénica y moral de Celestina.
Aquí puedo aportar una anécdota simpática de docente: más de un alumno se sorprende al descubrir el origen literario de esa palabra que quizás escuchó en casa (“fulanita hace de celestina entre dos amigos”). La Celestina sigue viva, sin duda.
La magia de La Celestina
Uno de los aspectos más sorprendentes de La Celestina –y quizá el que más sedujo a mi yo adolescente– es la presencia de la magia y la brujería. En una obra realista poblada de amantes apasionados, criados codiciosos y rufianes, de pronto asoma el elemento sobrenatural: Celestina es también hechicera. Hay una escena memorable (acto III) en la que la vieja alcahueta realiza un conjuro al demonio Plutón para conseguir que Melibea caiga rendida de amor por Calisto. “Conjúrote, triste Plutón, señor de los abismos…”, recita Celestina con solemnidad, entre hierbas, hilos encantados y otros ingredientes de su aquelarre privado. Confieso que, cuando leí esa escena por primera vez a los dieciséis años, se me pusieron los pelos de punta: de pronto la obra adquiría un tono casi tenebroso, de magia negra, como si hubiese entrado en el mundo de las brujas de Macbeth o en una página perdida del Necronomicón. Sin duda, ese conjuro de Plutón fue uno de los ganchos que me hicieron enamorarme de la obra en mi juventud.
Ahora bien, con mirada más experta, cabe preguntarse: ¿creemos realmente que Celestina invoca al diablo y este acude a someter la voluntad de Melibea? ¿Qué convenció a Melibea? ¿Un hechizo o simplemente la manipulación psicológica a la cual la somete la Celestina mediante el collige, virgo, rosas? La crítica literaria lleva décadas debatiendo esto mucho tiempo y creo que forma parte del talante español que siempre que ha visto el fantástico ha enarcado una ceja y ha dicho: «sí, ya, claro...». Véase la ausencia del fantástico en la obra del Cid (frente a otros cantares de gesta) o recordemos la importancia del Quijote.
Rojas, un hombre dedicado a las leyes y con familia conversa que rehuyó la autoría salvo por un acróstico, parece jugar con la superstición de la época. Recordemos que a finales del siglo XV la creencia en la hechicería era muy real: la Inquisición distinguía entre hechicera (que hace pactos menores con el diablo sin renegar de la fe) y bruja (que entrega su alma al diablo, herejía gravísima). En la obra, Celestina es llamada hechicera y no bruja –y de hecho acaba siendo castigada por sus crímenes mundanos, no por brujería como tal–, lo que sugiere que Rojas la presenta como alguien que usa artes mágicas sin venderle el alma al Diablo (al cual desafía si no cumple con sus designios). Esta matización es importante: su magia, si efectiva, sería la del hechicero que controla al demonio, no la del brujo condenado que se entrega a él.
Sea como fuere, la inclusión de la magia en La Celestina enriquece muchísimo la obra. Celestina no es solo la pícara vieja proxeneta; es también una “bruja urbana”, conocedora de pócimas, filtros de amor y rezos oscuros. La propia tradición medieval española ofrecía brujas en los cuentos y la imaginería popular, y Rojas supo recoger ese elemento para dotar a su Celestina de un carisma especial. Y si alguien piensa que esto es cosa del pasado, debería observar la cantidad de supuestas brujonas que venden sus servicios por Internet o incluso en vallas publicitarias a cambio de amarres y otros disparates. No hemos aprendido nada.
Del amor cortés y el amor loco
Otro de los grandes logros de Rojas en La Celestina es la subversión del tópico literario amor cortés. Durante la Edad Media, el llamado “amor cortés” había sido el ideal literario: un caballero se enamora platónicamente de una dama noble, la venera casi como a una diosa, sufre por ella en silencio, realiza hazañas para merecer su favor… Un amor idealizado, refinado y normalmente inalcanzable (pues la dama solía estar casada o fuera de su alcance). Pues bien, Rojas toma ese modelo y le da la vuelta con ironía. Calisto entra en escena enamorándose obsesivamente de Melibea a primera vista y pronto la eleva a los altares con palabras empalagosas. Lo que hoy llaman los jóvenes un «instalove» de manual.
Precisamente, la obra insiste en la idea de “amor loco”. Calisto está literalmente trastornado de pasión, al punto que pierde el sentido común: confía en una alcahueta desconocida, maltrata a sus leales (desprecia a Pármeno cuando este quiere advertirle), y arriesga patrimonio y honra por un encuentro furtivo. Melibea, tras resistirse inicialmente con firmeza, acaba también presa de un deseo irrefrenable tras la intervención de Celestina. Los amantes consuman su relación en secreto, violando todas las normas sociales de la época (no hay matrimonio, hay engaño a los padres de Melibea). Ese amor apasionado, ardiente y clandestino ya no es el que ennoblece el amor cortés de las novelas artúricas, sino un amor loco y desenfrenado que los lleva a la autodestrucción. En literatura española, solo el Libro de buen amor del Arcipreste de Hita (siglo XIV) había tratado el tema del amor mundano con similar desenfado, pero La Celestina lo hace de forma dramática y profundamente psicológica.
Me gusta comparar, para mis alumnos, este “amor loco” de Calisto y Melibea con los amores adolescentes actuales que se viven como si el mundo se fuera a acabar. ¿Quién no ha oído frases tipo “si me dejas, me mato” o “eres mi vida entera, sin ti no soy nada”? Llevadas al extremo, esas emociones pueden ser peligrosas. La Celestina justamente presenta un caso donde los amantes mueren por y a causa de ese amor desmedido. En el acto final, cuando Calisto se mata accidentalmente en su prisa por acudir a su amada y Melibea, desesperada, se suicida arrojándose de una torre, asistimos a la trágica culminación de un amor que enloqueció a dos jóvenes. Es difícil no pensar en Romeo y Julieta aquí –aunque Rojas escribió mucho antes que Shakespeare–: en ambos casos, la vehemencia de la pasión juvenil choca contra la realidad con resultados funestos. La diferencia es que, mientras Shakespeare retrata un amor puro enfrentado a un entorno hostil, Rojas nos deja ver los defectos internos de ese amor: Calisto y Melibea son dueños de su destino y lo arruinan por dejarse llevar por sus impulsos y por confiar en malas compañías.
Lección y tragedia
Para algunos, no cabe duda de que La Celestina tiene un propósito moralizante declarado. Rojas (o quien escribiera ese prólogo) señala que la obra busca mostrar los engaños en que caen los jóvenes por dejarse llevar de malas artes.
¿Era sincera esta advertencia o una excusa de Rojas para publicar un texto al que hoy se le pondrían «guindillas»? Es tema debatido, pero lo cierto es que la estructura de la obra refuerza esa moraleja: tras todo el recorrido de intrigas amorosas, el final es un rosario de muertes y desgracias.
En el universo de La Celestina, aunque por un momento parezca que los pícaros ganan y los amantes disfrutan, al final cada falta recibe su retribución: los malvados mueren mal, los amantes mueren también por su atrevimiento, y los únicos sobrevivientes (los padres de Melibea, y las prostitutas Elicia y Areúsa) quedan sumidos en el dolor o la sed de venganza.
Ahora bien, lo genial de La Celestina es que, pese a su moralina, no se siente como un sermón. ¿Por qué? Porque los personajes y la trama son tan vívidos, tan humanos, que trascienden el esquema ejemplarizante. Uno puede leerla como “novela de advertencia” (de hecho, algunos estudiosos la llamaron novela sentimental con fin didáctico), pero también puede disfrutarla simplemente como una tragedia humana sin tiempo. Esa doble capa es magistral.
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Calisto y Melibea son dos precursores de Romeo y Julieta... solo que los anglosajones saben venderse mejor. |
Voces marginadas
Si algo rompe moldes en La Celestina es su galería de personajes. En lugar del típico elenco de nobles caballeros perfectos y damiselas delicadas que poblaban la literatura medieval, aquí nos encontramos con protagonistas de baja ralea: sirvientes interesados, una vieja proxeneta, mujeres de burdel, fanfarrones de baja estofa… A esos estirados ilustrados les daría un infarto.
En la obra tienen tantísimo peso los personajes marginales que prácticamente desplazan a los aristócratas (Calisto y Melibea) al segundo plano. Esto era revolucionario para su tiempo. Rojas nos presenta criados como Sempronio y Pármeno que hablan largo y tendido, discuten filosofía mundana, se quejan de sus amos; prostitutas como Elicia y Areúsa que tras la muerte de Celestina toman la voz y expresan su rabia contra la sociedad; un rufián cobarde como Centurio, etc. El mundo más marginal adquiere voz propia.
Este giro en cuanto al protagonismo es fascinante: por un lado, refleja un realismo social temprano (Rojas vivió en ambiente universitario en Salamanca, seguramente conoció bien la vida de criados, alcahuetas y prostitutas de la ciudad y las pinta con detalle); por otro lado, le da a la obra un cariz casi antiheroico: aquí los héroes no son héroes, son más bien víctimas ingenuas, y los que llevan la voz cantante son los pícaros. Se anticipa de algún modo la literatura picaresca que florecería medio siglo después con Lazarillo de Tormes: ese foco en los marginales, en la cruda verdad de la pobreza, la codicia y el engaño en niveles bajos de la sociedad.
Celestina misma es un personaje insólito por su profundidad psicológica. No es un simple arquetipo de bruja mala; Rojas la dibuja con muchos matices: la vemos ora maternal con Melibea, ora despiadada conspirando con los criados; la oímos lamentarse de la vejez y la soledad en algún momento (lo cual casi provoca compasión), pero enseguida la vemos reírse con sorna tras un engaño exitoso.
Como docente, valoro mucho este aspecto para mostrar a los estudiantes que la literatura antigua no siempre trata de reyes lejanos: aquí tienen voces cercanas. He visto a chicos de 17 años reír con los diálogos de Sempronio y Pármeno –porque discuten como lo harían dos compinches de instituto hablando mal del jefe a sus espaldas–, o con las pullas que Areúsa lanza contra la sociedad hipócrita. Les sorprende gratamente descubrir personajes tan vivos y audaces en un libro que marcó la frontera entre la Edad Media y el Renacimiento. Y es que Rojas logró una autenticidad en los diálogos de estos personajes populares que los hace eternos.
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El Ayuntamiento de la Puebla de Montalbán todavía vive de la obra de Fernando de Rojas. Fuente. |
Celestina, inmortal
Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿qué tiene La Celestina para que, pasados más de cinco siglos, sigamos leyéndola y encontrando en ella ecos de nuestro presente? En mi experiencia, la obra sigue plenamente vigente en varios sentidos. Para empezar, sus temas son universales y atemporales: el amor apasionado juvenil, el deseo sexual (y su choque con normas sociales), la codicia y el ansia de riqueza fácil, la traición entre supuestos amigos, la diferencia de clases y cómo cada cual busca su interés, el engaño como medio para conseguir fines, la magia o superstición frente a la razón… Son asuntos humanos que no pasan de moda. Cambian las formas, obviamente, pero La Celestina retrata patrones de comportamiento que vemos una y otra vez en las noticias e incluso en nuestras vidas cotidianas.
En mis clases, año tras año, sigo comprobando cómo la obra interpela a los jóvenes actuales. Aunque al principio les asusta el español antiguo de Rojas, pronto se familiarizan y quedan enganchados por la trama, casi como si leyeran una moderna historia de amor y tragedia. Por ejemplo, discutimos hasta dónde llegarías por el chico o la chica que te gusta, si le mentirías a tus padres, si pagarías a alguien para que “lo conquiste” por ti, si has sentido celos o ansias que te hayan hecho perder la cabeza, etc. Las respuestas y debates muestran que La Celestina es un espejo, quizá exagerado para efecto dramático, pero espejo al fin de las emociones juveniles.
Además, la obra plantea reflexiones sobre la moral y la consecuencia de los actos que siguen siendo pertinentes. En una era en que a veces se glorifica el “todo vale por conseguir lo que quieres”, esta tragicomedia viene a recordar, con su final, que no, que las malas artes suelen tener mal fin. Siempre hay “Celestinas” dispuestas a fomentar el engaño por interés propio.
Al leerla con estudiantes actuales, surgen conversaciones sobre la cosificación de la mujer, sobre cómo Areúsa aboga por su independencia rechazando servir siempre a los hombres, o cómo Melibea intenta tomar las riendas de su vida sexual en una sociedad que se lo prohíbe. Son temas muy presentes en debates actuales sobre feminismo, consentimiento y autonomía. La Celestina, en su contexto diferente, ofrece material para reflexionar al respecto. Esto la hace sorprendentemente moderna en sensibilidad.
Termino con una pequeña confesión final: La Celestina es una de esas obras que, como profesor y lector, nunca me canso de revisitar. Cada año que la enseño, descubro en las discusiones con mis alumnos algún matiz nuevo, alguna interpretación fresca que me sorprende. A veces, un chico de diecisiete años ve en Melibea rasgos de empoderamiento femenino que yo no había valorado lo suficiente; o una chica nota que Calisto es más inmaduro que romántico, y me hace reír con su juicio despiadado (“es el típico pijo caprichoso, profe”).
La Celestina sigue viva porque nos invita a dialogar con ella, a reírnos de sus chistes (sí, aún funcionan muchos, una vez entendidas las expresiones antiguas) y a estremecernos con su fatalidad. Como en la famosa pintura de Picasso que abre este post, podemos mirar a esa Celestina tuerta que nos observa desde la tela –arrugada, astuta, medio sonriente– y sentir que nos guiña un ojo a través del tiempo. Por eso, cada curso, al preguntar “¿qué locuras habéis hecho por amor?” y escuchar las risas cómplices, sé que La Celestina seguirá siendo relevante mientras exista la juventud, el deseo y la imperfección humana. Obras así nunca mueren.
Primero, me alegra que haya estudiantes con la cultura suficiente para conocer algo de esa obra. Obra que ha dejado el termino Celestina.
ResponderEliminarMás que una hechicera es una intrigante que se ha creído parte de su farsa, basada en el sincretismo cristiano que ha transformado al dios Plutón en un demonio.
Con la visión actual, lo que lleva a la tragedia es la hipocresía de esa época. Y la avaricia no es ajena.
Elicia y Areusa son personajes interesantes, como para adaptarlas a una ficción.
Saludos
Lástima que haya muy pocas adaptaciones y la de los '90 sea para arrancarse los ojos con una cucharilla del té.
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