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La lectura es una clave para encontrar sentido al mundo. ¿A cuántas personas le negamos esta oportunidad? Imagen de dominio público. |
Una niña de diez años está sola en el recreo. El resto de sus compañeros se encuentra jugando. Hay unos cuantos que juegan al fútbol, alguno pide que le dejen entrar a la cancha de balocesto, un grupito se dedica a incordiar a los pequeños y hay unos cuantos que no saben si optan por alerta o el pillapilla. Nuestra protagonista pasa de todos ellos, ha descubierto por primera vez la magia.
La cría tiene entre sus manos un libro que nadie sabe muy bien de dónde ha sacado. Quizás, se lo regalaron sus padres o un familiar (esa saga está de moda por las películas). Puede que ella lo hallase de casualidad en la biblioteca (tal vez, la castigaron mandándola allí y se topó con ese libro con el dibujo de un dragón en la portada). Sea como sea, no importa tanto cómo el libro llegó a ella, sino lo que está suponiendo que ella haya llegado al libro.
Página tras página, la joven ha encontrado enanos, elfos, dragones, trasgos, orcos... Ha recorrido bosques, cruzado reinos encantados, escapado de una fortaleza gracias a unos barriles y el río... Ha hallado enigmas escritos con runas lunares y acertijos en las sombras, enfrentándose a criaturas antiguas. Ha hallado incluso un anillo mágico, pero, sobre todo, esta muchacha ha vislumbrado que la lectura es magia... Sí, no es un recurso cursi, pero, por primera vez, esas palabras (incluso las que no conoce) pintan cuadros en su mente, pinturas habitadas por seres que van de un lado a otro. Sus aventuras y desventuras las siente y padece como si fuera ella misma. No puede detenerse al culminar un capítulo, tiene que leer, NECESITA LEER, el siguiente.
Y entonces, se acerca la profesora.
Esa maestra no aparenta ser lo que es. Si fuera parte del libro, estaría caracterizada por ser un trasgo oscuro, de orejas mugrientas y cánticos salvajes. O quizás sería uno de esos tontos troles que se preguntan cómo deben comerse a su presa. No posee, desde luego, las astucia del dragón que ha arrebatado su reino a los enanos, pero sí su malicia. Le queda grande el cargo de reina de todos los gusanos alados, pero podría llegar a obtenerlo algún día.
La niña no se ha percado del peligro que aguarda. Quizás, años después, le hubiera gustado tener una espada cuya hoja brillase cuando se acercara una mala profesora o una mala persona. Le habría sido útil.
—¿Qué lees? —pregunta la maestra.
Entre sus obligaciones está hacer leer (u ordenar que lean) a todos los críos, quieran o no. Se
frota las manos cuando ve que no han leído uno de sus libros del canon
literario. Sonríe cuando ellos no entienden las palabras. Es divertido creerse la reina de la colina—. ¿Qué estás leyendo?
La niña duda. La profesora es una
adulta. Sabe que se puede confiar en ellos. Más o menos. No dejan de ser seres
extraños con costumbres aún más extrañas, pero es una maestra y, por ahora,
ninguna de esas criaturas le ha decepcionado. Sus padres dicen que los
profesores son muy inteligentes y debe hacerles caso.
—Leo El Hobbit —responde la niña
con timidez. Llega a sonreír un poco. Es un libro que la está haciendo
inmensamente feliz. Sin embargo, cuando la sombra se posa sobre el rostro de la
maestra, la cría deja de mostrar alegría. ¿Cómo podría…?
—A ver si aprendes a leer libros
de verdad y te dejas de esos cuentitos para niños…
Y la maestra se va.
Solo le ha hecho falta una frase
para destrozar a una niña. De pronto, el reino de los elfos sucumbe, La Comarca
se convierte en un yermo gris, los enanos nunca recuperan el trono de la
montaña, Smaug seguirá reinando gracias a una sirvienta de la sombra en nuestro
mundo…
En ningún momento, la niña se
pregunta si su profesora lee, si alguna vez ha apreciado la magia de la lectura
o si considera que los libros solo son un método de refinada tortura para sus
estudiantes. La niña es demasiado pequeña.
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El encuentro de Bilbo y Gollum. Fuente de la imagen. |
Años después, cuando pregunten en
una clase:
—¿Ustedes leen?
Habrá entre los niños que no
responden una pequeña que una vez se quedó leyendo en el patio. Cuando la
cuestionen y la interroguen por el pecado de no leer, ella solo dirá:
—Leía hasta que una vez una profesora
me dijo que dejase de leer cuentitos infantiles…
Este podría ser un cuento triste
sobre cómo una profesora no entiende los gustos de sus estudiantes, cierra sus
miras y hace que una cría deje de leer para siempre, matándola, acabando
con su imaginación, pero este es un cuento real. Es una anécdota que me contó
un profesor y el escalofrío que me recorrió mientras me lo contaban sigue aquí
cuando lo escribo.
Soy forofo de J. R. R. Tolkien,
con lo cual me duele más aún al verme identificado con esa niña. Yo me pasé el
final de mi infancia y el comienzo de mi adolescencia perdido en la Tierra
Media cuando no estaba en Hogwarts. Por suerte, nunca ningún profesor me dijo
nada malo por mis gustos.
Sin embargo, ahora que me veo
desde la posición de docente, me siento incapaz de decirle a un crío que deje
de leer, por mucho que lo que lea no sea el tipo de lectura que yo leería.
Estamos en un mundo donde el hábito lector parece no existir y si muchos
jóvenes dan el primer paso, el más difícil, ¿por qué impedírselo? ¿No queremos
ver que alguien sea feliz lejos del canon? Más tarde, podríamos acercarlos a
los clásicos u otro tipo de literatura (sin que esto llegue a significar que
sea más acertada que la otra), pero lo principal es que lean, que disfruten,
que gocen de convertirse en letraheridos.
Cabría preguntarse cuántos
profesores intentan crear el hábito lector en sus estudiantes sin que ellos
mismos lo tengan. Como decía a unas compañeras de estudios, “el hábito lector es como una
enfermedad buena (si es que existen): si la padeces, la contagias. De lo
contrario, solo finges y se nota”. Podríamos usar otras metáforas más idóneas,
pero esta es la mía.
Ahora que termino este breve
texto, solo me cabe pensar qué habrá sido de aquella niña que leía El Hobbit y
de todos esos jóvenes humillados por algún ser sin escrúpulos. Deseo que la
magia de las letras no les haya dejado solos. Espero un milagro. Lo deseo.