Este año he escrito un relato de terror para mis alumnos con motivo de Halloween. Para inspirarnos, en clase celebramos una antigua tradición japonesa llamada Hyakumonogatari Kaidankai (literalmente, “Las cien historias de fantasmas”). Esta costumbre nació en el Japón feudal: los samuráis y monjes se reunían de noche en una habitación iluminada por cien velas. Cada participante contaba una historia de miedo y, al terminar, apagaba una vela. Con cada relato, la oscuridad crecía… hasta que sólo quedaba una luz temblando. Se decía que, al apagarse la última, los espíritus acudían a escuchar la última historia. Siguiendo esa atmósfera misteriosa, nosotros también compartimos relatos de miedo, y para cerrar nuestra sesión… escribí el siguiente cuento.
El niño de las cien caras
Para mis alumnos.
A lo largo de todos estos años, mis alumnos me han repetido siempre una pregunta:
‒Profe, ¿qué es lo más extraño que te pasó en el colegio?
Siempre cambio de tema o respondo una cosa distinta. Alguna vez cuento aquella historia de cómo un amigo mío aprobó un examen que dejó en blanco (la profesora pensó que era a modo de protesta) o cuento cómo me escapé de casa y pasé la noche en un cementerio. Todos, al fin y al cabo, somos historias, pero las respuestas a esa pregunta siempre han sido una mentira. Yo sé qué fue lo más raro que me pasó, pero nunca lo he querido contar. Hasta ahora.
Debía tener ocho años y odiaba el colegio con toda mi alma (mi maestra me tenía manía. Solo recuerdo que la llamábamos la Pulga, porque era enana y porque se alimentaba de tus ganas de vivir).
Todo transcurría con una aburrida normalidad, entre clases tediosas y mi deseo de irme a casa para poder jugar a Pokémon o los Power Rangars, hasta que un día llegó el Niño Monstruo.
Sí, sí.
El Niño Monstruo.
Todos lo llamábamos así. Recuerdo que la maestra nos amenazaba con castigarnos si se lo decíamos, pero ¿de qué otro modo íbamos a referirnos a él? Escuchen bien esto y díganme si no era un buen mote: sí, sí, lucía siempre el uniforme impoluto y parecía sacar buenas notas, pero lo extraño era que no hablaba y, sobre todo, que llevaba una máscara. Al principio, era una máscara de Freddy Krueger, pero los padres de los otros niños se quejaron. Después, apareció con una máscara de Viernes 13. Más tarde, una de Jack Skelleton... Y así durante todo aquel primer y único trimestre que nos acompañó.
El Niño Monstruo era raro. No solo por las máscaras, sino porque jamás le veíamos la cara. Hiciéramos lo que hiciéramos, la tenía puesta incluso en el comedor (sorbía todo por una pajita, como si fuera una mosca). Lo más espeluznante era cuando se quedaba pasmado y te preguntabas si te estaba mirando o estaba valorando cómo partirte el cuello de la forma más rápida posible. A veces, te lo encontrabas cuando menos lo esperabas y una vez me tropecé con él. Al caerse, su máscara de Ghostface se le hizo un arañazo. No dijo nada, solo me señaló con el dedo como si me fuese a lanzar un rayo. Así, bajo la mirada de todos los críos en el patio, pensé que me iba a matar... hasta que apareció la maestra, me castigó y todo acabó. Y el Niño Monstruo permaneció en silencio, siempre en silencio, como una sombra.
Pero eso no fue lo más extraño que me pasó en el colegio. Por aquel entonces, teníamos un pequeño lagarto como mascota en la clase. Recuerdo que todos lo cuidábamos. Lo queríamos más que al Niño Monstruo y, tal vez, por eso, el Niño Monstruo hizo lo que hizo.
Un día, me llamó con gestos. Pensé que así haríamos las paces así que le hice caso y fui. Cuando llegué me dio una bolsa de chucherías. La cogí, pero, cuando me fijé bien, grité y la lancé a un lado. Recuerdo cómo se esparcieron las gominolas, unas tijeras ensangrentadas y los trozos de un lagarto. Desde entonces, no he vuelto a comer gominolas.
Las maestras lo obviaron: era solo un lagarto y no se podía demostrar que el Niño Monstruo hubiese hecho aquello.
Hasta que un día decidí hacer algo terrible.
Recuerdo que el resto de la clase salió al patio. El Niño Monstruo siempre se quedaba en los recreos con la maestra. Entonces, los otros llamaron a la maestra para distraerla y que saliese. Así hizo, solo que yo también me quedé dentro.
Estaba harto y fui a por él. Le pegué y le arranqué aquella estúpida careta que llevaba. No recuerdo si era Jason o Frankenstein, pero se la quité de cuajo y, al fin, vi su rostro.
Solo que no había rostro.
No había ojos ni nariz ni boca ni orejas... Solo era una masa amorfa, como una de esas espantosas máscaras sin expresión alguna, como uno de esos cuerpos que se deshacen al arder como una vela, como un cuadro derretido de Dalí, como una masa de plastilina que juntas hasta que toma el color de un hígado podrido.
No recuerdo si grité. No recuerdo si lloré. No recuerdo si me eché a correr. No recuerdo nada salvo una cosa, que el rostro del Niño Monstruo tembló y, de pronto, su cara de barro fue tomando forma: ojos brillantes, nariz respingona, boca digna de gritar, cabello negro... Nunca lo había visto y, sin embargo, sabía quién era: era yo. Cuando me volví, asustado, no pude ver nada. Ya no tenía ojos ni nariz ni boca ni orejas. Después, el mundo se desvaneció.
Esa es mi historia. Alguna vez, he pensado que fue una pesadilla. Otras, que fue alguna película de terror que mi hermana mayor me puso cuando yo era demasiado pequeño. Solo sé que desde entonces, cada vez que me miro al espejo me pregunto: ¿soy aquel niño aterrorizado o soy el Niño Monstruo que le robó la cara y, quizá, los recuerdos? No lo sé.
Solo sé que ahora deambulo por el mundo, que me dedico a enseñar y que estoy rodeado de críos con caras que un día podré robar.
"Nadie puede llevar mucho tiempo una máscara. Lo que se finge recupera rápidamente su naturaleza"-Séneca.



No hay comentarios:
Publicar un comentario
Puedes comentar mediante nick, anónimamente o con tu cuenta de correo o similar. No almacenamos ninguna información.
¡Muchas gracias por tu comentario!