Las películas con temática histórica no son manuales de Historia. Partiendo de esta premisa (que parece sencilla y no lo es), El último samurái de Edward Zwick (2003) es un drama histórico que combina acción bélica con un relato de redención personal con el trasfondo del final de los samurái como telón de fondo.
A más de veinte años de su estreno, como hice recientemente con Memorias de una geisha (2005), merece una mirada crítica que equilibre sus méritos narrativos y técnicos aparte de sus meras desviaciones históricas.
El fin de una era
Ambientada en la década de 1870, El último samurái retrata el ocaso de los samuráis durante la Restauración Meiji, período en el que Japón abandonó el feudalismo para transformarse en una nación moderna. La trama se inspira libremente en la Rebelión Satsuma de 1877 liderada por Saigō Takamori (la última gran revuelta samurái) y en la occidentalización acelerada de Japón en el siglo XIX. En la película se enfatiza la influencia estadounidense en este proceso (con un capitán de caballería de la Guerra de Secesión entrenando al nuevo ejército imperial), una simplificación que omite la realidad histórica: Japón se apoyó principalmente en potencias europeas para reformar su milicia. De hecho, el gobierno Meiji contrató asesores militares de Francia, Inglaterra e incluso Prusia para modernizar sus fuerzas armadas, muy lejos del protagonismo yanqui que el filme sugiere. Esta licencia narrativa pasa por alto, por ejemplo, la misión francesa de 1867 encabezada por Jules Brunet (un oficial galo fascinado por la cultura japonesa que luchó junto al shōgun en la Guerra Boshin), verdadero antecedente del personaje de Cruise más que cualquier capitán norteamericano. Sin embargo, ya sabemos de la manía de los estadounidenses de ser el centro de atención en cualquier film histórico, ¿no? Por algo la gente piensa que fueron los estadounidenses quienes tomaron Berlín y no los soviéticos. En el fondo, el cine también es un arma propagandística.
Volviendo a la Historia, la modernización de Japón que vemos en pantalla enfrenta tradición y progreso de forma algo maniquea. Zwick presenta a un emperador joven manipulable y ministros codiciosos obsesionados con “civilizar” al país a toda costa, frente a unos samuráis idealistas que temen perder su alma nacional. Históricamente, el choque fue más complejo: muchos samuráis apoyaron las reformas Meiji e incluso integraron el nuevo gobierno, renunciando a sus privilegios de casta para fortalecer Japón. Por no decir que los samurái usaban armas de fuego...
Los samurái que se rebelaron, como Saigō (reflejado en el ficticio Katsumoto), no solo lo hicieron por altruismo patriótico; también les indignaba la pérdida de su estatus y ciertas medidas igualitarias (como el fin del estamento samurái y la prohibición de llevar katana) que socavaban siglos de jerarquía feudal. La película simplifica estas motivaciones al pintar a Katsumoto y sus guerreros como guardianes puros del honor, pasando por alto que la era feudal que defienden tenía sus propias sombras.
Pese a ello, acierta en captar la tragedia histórica de un mundo que desaparece: ese último levantamiento romántico contra un Japón que, en pocos años, adoptaría uniformes occidentales y sus fusiles.
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El samurái que se rebeló al emperador en la estatua que tiene en Ueno (Japón) / De Fg2 - Fotografía propia, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=58226 |
De Kurosawa a Zwick
Cualquier aproximación al cine de samuráis carga con la influencia ineludible de maestros japoneses como Akira Kurosawa, Masaki Kobayashi o Hiroshi Inagaki. Zwick, admirador confeso de Kurosawa, rinde tributo al género con batallas coreografiadas al detalle y reflexiones sobre el bushidō. Sin embargo, su perspectiva de forastero contrasta con la visión autóctona de los clásicos nipones. Kurosawa revolucionó el género al convertir las leyendas de guerreros en relatos más realistas y humanos, acercando la épica a conflictos íntimos (véase el final devastador de Los siete samuráis). Sus samuráis, a menudo figuras errantes y estoicas, estaban lejos de ser idealizados, como en Trono de sangre; eran figuras solitarias y oscuras como en Ran, personajes marcados por dilemas morales entre el deber y sus deseos personales. Regresando a su film más conocido, en Los siete samuráis (1954), por ejemplo, Kurosawa no retrata un paraíso medieval, sino campesinos y guerreros con luces y sombras, unidos por necesidad más que por gloria.
El último samurái adopta muchos códigos del género (el guerrero desencantado en busca de sentido, el mentor noble, el duelo final a sangre y fuego) y los envuelve en el brillo de Hollywood. La comparación deja ver algunas carencias: donde un filme como Harakiri (1962, Masaki Kobayashi) desmontaba la hipocresía cruel del código de honor samurái, Zwick tiende a romantizar esa cultura guerrera. Su narración, contada principalmente a través de los ojos de Algren (un occidental), cae en la tentación de idealizar las costumbres ancestrales japonesas. Aun así, Zwick logra contagiar al espectador de la fascinación por el mundo samurái (sus rituales, su disciplina espartana y su mística del honor) haciendo comprensible el arrebato que lleva al protagonista a abrazar esa causa perdida.
Una de las mejores escenas abraza la hora mágica para jugar con la luz crepuscular del film. Quizá el toque más «autoral» de su director.
La épica del samurái
Donde El último samurái brilla sin controversia es en su factura técnica y artística, resultado de un equipo en estado de gracia. Zwick se rodeó de colaboradores de primer nivel para dar vida a esta epopeya: la cinematografía de John Toll (ganador de dos Óscar consecutivos en los 90) captura con lirismo los paisajes japoneses (en realidad, filmados en Nueva Zelanda) y la intensidad visceral de las batallas, en un trabajo visualmente impecable.
Por su parte, la música de Hans Zimmer envuelve la historia con una banda sonora espectacular y emotiva, que combina tambores taiko y cuerdas occidentales para subrayar el choque cultural y los sentimientos en juego. No obstante, se perciben sus toques habituales que nos llevan a pensar en sus otras películas: Gladiator, Piratas del Caribe, El Caballero Oscuro... Me quedo con el trabajo de John Williams para Memorias de una geisha.
Igualmente destacable es la cuidada dirección de arte y vestuario, recreando con meticulosidad las aldeas tradicionales, los kimonos y armaduras samurái, así como los uniformes prusianos del nuevo ejército imperial (un detalle que el film muestra visualmente aunque no explique en palabras). No en vano, la película obtuvo nominaciones al Óscar en categorías técnicas como diseño de producción, vestuario y sonido, entre otras.
La dirección de Edward Zwick resulta artesanal, consiguiendo un buen trabajo en las escenas íntimas y en las luchas. No soy muy partidario del toque de telefilm de los flashbacks de Algren, pero sí de otros momentos más inspirados. Las batallas –particularmente el clímax final inspirado en la batalla de Shiroyama (y que evoca a Ran)– están filmadas con claridad y brío, evitando el caos confuso a pesar de flechas silbando, cargas de caballería y estruendo las armas de fuego. Si bien su pulso narrativo peca de irregular (el ritmo decae por momentos en el segundo acto), el resultado global es el de una gran película. Destaca cómo el guión (coescrito por Zwick, John Logan -creador de Penny Dreadful- y Marshall Herskovitz), quienes parten de la típica historia del salvador blanco que se hace amigo de los «salvajes», como en Bailando con lobos (y que ha repetido otras cintas como Avatar.
En cuanto a las actuaciones, Tom Cruise entrega uno de los papeles más sólidos de su carrera hasta ese momento, si no tenemos en cuenta al vampiro Lestat o al extraño personaje que encarnaba en Magnolia. Cruise se zambulle en la piel atormentada del capitán Nathan Algren, un héroe de guerra convertido en alma errante y alcoholizada, perseguido por sus remordimientos. Logra que sintamos la evolución de Algren: de mercenario marcado por su pasado a samurái adoptivo con renovado sentido del honor. Su compromiso físico (aprendió japonés básico, artes marciales y manejo de katana durante meses) aporta credibilidad a las escenas de combate cuerpo a cuerpo.
Aún así, la verdadera alma de la película es Ken Watanabe como Katsumoto. Con una presencia imponente y serena, Watanabe encarna la esencia del samurái (digno, filosófico y letal cuando es preciso) dotándolo de humanidad y carisma inolvidables.
El resto del elenco cumple con creces: Tony Goldwyn personifica con solvencia al detestable coronel Bagley (representación de la codicia y crueldad del imperialismo occidental y, en particular, de Estados Unidos), Timothy Spall añade matices como el traductor británico que observa fascinado el choque de culturas, Koyuki aporta delicadeza como Taka (la viuda cuyo silencio habla a gritos), y veteranos japoneses como Hiroyuki Sanada dan autenticidad a los guerreros del clan (además de servirle como práctica para su papel en la reciente Shogun de 2024).
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La devastación tras la gigantesca batalla suicida del final del film. |
Choque cultural sin ser panfletario (ni pánfilo)
Bajo la superficie aventurera, El último samurái explora temas de choque cultural, crítica al imperialismo y búsqueda de la honra perdida. El subtexto más evidente es el encuentro de Oriente y Occidente: la película contrasta la espiritualidad y disciplina colectiva de la tradición samurái con el pragmatismo individualista y la tecnología militar occidental. Este contraste podría haberse convertido en un panfleto simplista de “Oriente bueno vs Occidente malo”, pero Zwick, en general, esquiva ese reduccionismo. Curiosamente, lo resumía hace poco diciendo que muchas cosas que le perdono a El último samurái son cosas que no perdono a Memorias de una geisha, pero ¿por qué?
Por un lado, no oculta las fallas de Occidente: el protagonista Algren carga con la culpa de haber participado en masacres de indígenas norteamericanos, retratando la violencia estadounidense con un matiz de vergüenza histórica. Hundido en traumas de guerra (recogidos en maravillosos libros como Meridiano de sangre), Algren observa con cinismo cómo los mercaderes occidentales hacen negocio vendiendo armas en Japón y cómo sus compatriotas desprecian lo que no entienden (los samuráis son tachados de “salvajes con arcos” por los asesores norteamericanos). En la mirada cansada de Algren vemos reflejada una crítica a la hipocresía y la brutalidad del imperialismo del XIX.
Por otro lado, la película idealiza claramente la figura del samurái, pero lo hace con cierto consciencia. Se nos presenta a Katsumoto y sus hombres casi como guardianes de un código moral puro en un mundo que se vende al oro y las máquinas. Su pueblo vive en armonía simple, sus guerreros meditan bajo los cerezos en flor y prefieren la muerte digna al sometimiento. Esta visión roza el mito del “buen salvaje” y varios críticos señalaron que es una romantización excesiva de una clase que en la realidad histórica podía ser tan opresora como honorable. Zwick introduce matices para no caer en propaganda burda: se reconoce, aunque sea con pinceladas sutiles, que Katsumoto es leal al Emperador a pesar de alzarse en armas, y que su rebelión busca frenar los cambios demasiado rápidos, no aislar a Japón del mundo.
El mensaje final abraza la reconciliación: modernizarse sin perder el alma. Zwick logra así manejar con cierta elegancia los temas de choque cultural y crítica al militarismo, sin caer en discursos panfletarios.
Ken Watanabe puso su nombre entre las estrellas más conocidas del celuloide en Occidente gracias a esta película.
El legado del último samurái
Dos décadas tras su estreno, El último samurái perdura como un referente peculiar dentro del cine épico de principios de siglo XXI. En la filmografía de Edward Zwick, la cinta representa la culminación de sus esfuerzos por combinar historia y emoción en grande escala. No nos equivocamos si decimos que estamos ante su mejor película, sin que sea una obra maestra. Para Tom Cruise, en cambio, El último samurái significó un reto distinto en su carrera: tras dominar la taquilla como héroe de acción contemporáneo, se atrevió con un drama de época en el que prevalece la vulnerabilidad sobre la omnipotencia. La jugada le salió bien –la crítica elogió su compromiso y matices, ampliando su registro actoral–, aunque el Óscar se le volvió a escapar.
En perspectiva, el legado de El último samurái es agridulce, pero perdurable. En el haber, deja imágenes icónicas (la carga final de los samuráis abatidos en cámara lenta por las ametralladoras, el seppuku de Katsumoto asistido por Algren, o simplemente la contemplación de los cerezos en flor) y su influencia podemos rastrearla incluso en serie de animación como Blue Eye Samurai. Incluso inspiró discusiones académicas y sociológicas sobre la figura del extranjero “adoptado” por otra cultura, para bien y para mal. No obstante, como obra cinematográfica, aguanta el paso del tiempo gracias a su lograda combinación de entretenimiento e introspección.
En definitiva, El último samurái se alza 20 años después como un ejemplo de cine épico inteligente pero imperfecto. Es, a la vez, un homenaje respetuoso al espíritu samurái y una fantasía hollywoodense con licencias históricas discutibles. En sus mejores momentos, emociona y hace pensar; en los peores, simplifica la historia real en aras del dramatismo, pero, ante todo, como decía al principio, no es un manual de Historia, sino un film que nos recuerda que el fin de una era puede convertirse, con algo de magia cinematográfica, en una leyenda capaz de inspirar tanto fervor como sano escepticismo.
Me parece que la película cae en la idealización de la lucha con espadas frente a las armas de fuego, como si se perdiera lo épico.
ResponderEliminarPuede ser que acierto sea una estética de fin de una época.
Saludos.
Lo irónico es que los samurái también usaban armas de fuego en esa época, pero queda más épico desde el punto de vista occidental.
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