—¡Quiero ser mayor! –gritó el niño al mundo.
—Asqueroso niñato –respondió, pero no el mundo, sino un anciano.
Pero el niño no la escuchó, ¿por qué?
Simplemente, porque el vejestorio era el renacuajo.
El niño sólo vivía en el anciano como un recuerdo, clamando el “¡quiero ser mayor!”.
Y se consoló pensado, ahora que era muy, muy mayor, que fuese lo que fuese aquel recuerdo, al menos tenía a su niño en su alma y lo seguiría teniendo, hasta el fin de sus días…
Que fue aquel mediodía de verano con sus últimas palabras…
—Quiero ser joven…
Y así, fue simplemente él: humano.