Stranger Things: no tiene por qué gustarte lo que le gusta a todo el mundo

Título de Stranger Things. // Fuente.

Es interesante: el arte puede recordarnos aquello que no hemos olvidado, pero que tampoco evocamos todos los días, porque lo damos por hecho.

Este verano, la plataforma Netflix estrenó los ocho capítulos de ese homenaje a los ’80 que es Stranger Things, un híbrido entre libro de Stephen King y películas de los ochenta de directores como Steven Spielberg, con claros referentes como It (Eso) o E.T., entre otros. La miniserie recupera la estética, la temática, la música y el espíritu de aquellos mitificados años y lo hace con acierto.

Pero este no es un post sobre la serie en sí, no es la crítica (que espero llegar a hacerla algún día antes de que el sol se apague), solo es un comentario sobre un momento. Espero que lo otro acabe llegando, pera también quería dedicarle un espacio a una de esas escenas que parecen pequeñas, pero que a mí me encantaron y que transcurre en el segundo capítulo.

La secuencia de la que hablo es el diálogo entre los hermanos Byers, el mayor Jonathan y el pequeño Will. Hablan sobre ser raros, con ese hermano mayor escuchando a The Clash y recomendando una cinta musical con grandes como David Bowie o Joy Division («música que te cambiará»), mientras los padres discuten y ellos hallan en la música una escapatoria. «Quiere que te gusten cosas normales. No debe gustarte algo porque otros te digan que debe gustarte», dice Jonathan.

Es decir, no está mal que te guste lo que no le gusta a todo el mundo. Esa es una defensa de la personalidad que nos llega a muchos, a aquellos que siempre hemos batallado para no tener que sentir vergüenza al decir lo que nos gustaba. Ahora es más fácil ser raro, casi que está de moda con tanto Star Wars o Marvel, pero recuerdo aquella época en la que no lo era a menos que encontrases a una pandilla de amigos raros que tuviesen tus mismos gustos. Hoy, encuentras camisetas de superhéroes en cualquier tienda; antes, como alguien te escuchase hablar de X-Men, podían reírse de ti y llamarte monstruo de feria.


Hasta que no he visto la serie, casi ni me acordaba de esa época en la que alguien se podía reír de ti por llevar una mochila de El Señor de los Anillos al instituto. Casi había olvidado lo que significaba decir: «me da igual. Me gusta esto. Si no te gusta y crees que te puedes reír de mi por ello, que te jodan». Eso lo descubrí en mi adolescencia, me lo he tragado con los años y dudaba de haberme podido olvidar de tal cosa hasta ahora.

Con los años, aprendes algo valioso: que te guste lo que te dé la gana y nadie puede decirte lo contrario. Así de simple. Y ahí es cuando te das cuenta de que la personalidad no tiene que ser un estándar (algo que la contradice por definición), sino que puede ser propia y que no tienes que copiar a nadie. Y si te lo recuerdan mientras suena el Should I stary or Should I go de The Clash. Y ya solo por recordárnoslo, ver Stranger Things vale la pena.

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