El
diablo está en los detalles se suele decir (o lo dijo George R.R. Martin y yo
creo que se suele decir).
Creo
que a lo largo de la reescritura de La Historia he sumado algunos detalles que
pueden ser interesantes (al menos para mí. ¡Dejadme, soy nuevo! Oh, maldita
sea, esa es la excusa que pongo en GenComics). Sea como sea, os voy a contar
dos de esos detalles que he sumado esta semana.
Un
profesor (al que desde aquí doy las gracias) me ha dejado un pack con las
películas de monstruos de la Universal. Son extremadamente divertidas, algunas
aterradoras, casi todas fascinantes… Y no dejo de descubrir cosas. Una de mis
favoritas es El Hombre Lobo de George
Waggner, aunque realmente es conocida por el genial maquillaje con el que
convirtieron a Lon Chaney Jr en un licántropo.
En
esta película se habla del símbolo del hombre lobo, una especie de pentáculo y
se hace referencia a la empuñadura de un bastón con forma de lobo, como otro de
los símbolos más importantes de la mitología del licántropo. En La Historia, tenía
que hacer un homenaje a eso y, aunque el martes estaba tecleando ya tarde,
añadí ese detalle a uno de los hombres lobo de La Historia.
El
otro detalle, aunque más personal, fue el encontronazo que tuve el domingo
pasado con una criatura de las tinieblas (seguid leyendo, no he terminado de
perder la cabeza aún). Elsbeth y yo paseábamos por una de esas plazas de Santa
Cruz, cerca de la costa, cuando encontramos a un pequeño gato perdido. Era un
felino de pelaje negro, de porte elegante y enormes ojos verdes… Y estaba
horriblemente asustado por estar solo.
Esa
zona la conozco no solo por el mal olor que han conseguido dar a un supuesto
sitio turístico (no obstante, hubo un vertedero municipal antes allí… Tenerife,
ya se sabe), sino porque en la parte de las rocas junto al mar (donde tienen
dibujos de cantantes famosos y… ¿Políticos?), vive una gran pandilla de gatos,
la mayoría completamente negros.
Ese
gato con el que nos topamos era el gato que habría vuelto loco a Edgar Allan
Poe (sí, sé de su predilección por los cuervos, pero bueno…), Vincent Price o
Tim Burton… Y a Elsbeth y a mí.
Era
muy tarde y estuvimos buscando a la pandilla de aquel enano que maullaba y,
cada vez que le dejábamos en el suelo, nos seguía. El crío solo quería algo de
compañía y nosotros, que somos de acero (nótese la ironía), no queríamos
encariñarnos con él, aunque estuvimos dándole nombres tan bonitos como Salem o
El Capitán Espinacas (al primero le encontraréis sentido, al segundo no).
Al
final, un grupo de chavales que encontramos se encariñó con el bichejo. Una de
las chicas tenía un gato de siete meses y pensaba que ese gato negro perdido
podía hacerle compañía. Lo llamó “panterita”. Elsbeth y yo nos alegramos de
ello, nos fuimos.
No
hubo lágrimas. Menos aún por parte del gato. Los gatos tienen un porte solemne
que les impide hacer caso a los miserables humanos. Ahora tenía una banda de
humanos a su disposición y nosotros ya no le llamábamos la atención.
Seguramente,
algún día si se acuerda de nosotros dirá “vaya, me acuerdo que tuve una vez a
dos adoradores humanos bastante extraños que me llamaron Capitán Espinacas”.
Lo
importante de todo este desbarre es que mientras nos íbamos (o a lo mejor fue
antes) dejé caer una cosa:
—Creo
que tendré que meter a ese gato negro en La Historia.
—
¿De quién será el gato?– me dijo Elsbeth.
Ella conoce La Historia–. ¿De todos?
Y
Elsbeth terminó dándome una idea: un gato negro que vaga por un lugar lúgubre,
donde todos piensan que lo poseen y solo él sabe que es él quien posee a todos.
En
fin, antes de que terminéis de aburriros con mis cosas, considero que la
reescritura es un mar de nuevos detalles esperando ser limados o incluidos… ¡Y
eso es algo que me encanta!